Volver a la prosa de Gabriel García Márquez, después de tanto tiempo, ha sido una experiencia agradable. No tenía duda de que así sería pues la prosa de este hombre no es de las que se leen todos los días.
He verificado que sólo hay un parecido anecdótico entre esta novela y La casa de las bellas durmientes, de Kawabata. No podía ser de otra manera habida cuenta del abismo cultural que separa al colombiano del japonés. La primera, siguiendo la terminología de Mishima, sería una obra exterior o exotérica. La segunda, interior o esotérica.
Esta novela corta (poco más cien páginas) fue su última obra. El peso de la narración recae en la biografía afectiva del anciano narrador a partir de su apremiante decisión, el día de su noventa cumpleaños, de mantener una relación con una joven virgen.
La madame de turno, pese a la premura de tiempo, le encuentra una niña pobre, de 14 años. La muchacha trabaja el día entero “pegando botones en una fábrica”, algo que “es peor que picar piedra”. A la criatura le dan un bebedizo de bromuro y valeriana que la deja dormida.
“Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda, desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre.” Era “morena y tibia” y tras proporcionar otros detalles anatómicos (“Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar.”) se nos informa que “estaba ensopada en un sudor fosforescente.” Muy maquillada, las uñas pintadas… “Un tierno toro de lidia”, concluye el narrador.
Por la mañana, antes de irse, el viejo anota: “Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer desnuda sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.”
Esta novela corta (poco más cien páginas) fue su última obra. El peso de la narración recae en la biografía afectiva del anciano narrador a partir de su apremiante decisión, el día de su noventa cumpleaños, de mantener una relación con una joven virgen.
La madame de turno, pese a la premura de tiempo, le encuentra una niña pobre, de 14 años. La muchacha trabaja el día entero “pegando botones en una fábrica”, algo que “es peor que picar piedra”. A la criatura le dan un bebedizo de bromuro y valeriana que la deja dormida.
“Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda, desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre.” Era “morena y tibia” y tras proporcionar otros detalles anatómicos (“Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar.”) se nos informa que “estaba ensopada en un sudor fosforescente.” Muy maquillada, las uñas pintadas… “Un tierno toro de lidia”, concluye el narrador.
Por la mañana, antes de irse, el viejo anota: “Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer desnuda sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.”
El viejo vive en la casa heredada de sus padres y en su larga vida nunca se ha acostado con ninguna mujer sin pagarle.
Es un hombre culto, que ha trabajado de periodista y aún escribe un artículo semanal, aficionado a la música y a los clásicos de la literatura.
Desde que tiene veinte años lleva un registro “con el nombre, la edad, el lugar y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo” de sus relaciones. Hasta los 50 años, se nos informa, fueron 514 mujeres con las que había estado al menos una vez. A partir de esa edad interrumpió la lista ya que “podía seguir las cuentas sin papel.” De todas sus aventuras saca una conclusión: “ninguna es impune”.
Todas estas historias de burdeles tienen un sabor muy tropical, colonial, de putas pobres y clase alta putera y convencional. Hay también mucho exotismo y todo ello ambientado en un calor enervante, con trajes de lino blanco y sombreros. Como es propio, abunda la corrupción política y la económica.
Pese a las apariencias la vida de este hombre es más bien pobre y mediocre, con pocos amigos y muchas soledad.
En su vida la única relación estable fue con una criada, Damiana, “de corvas suculentas” a la que “embestía en reserva (1)”, es decir, por donde no había riesgo de embarazo. Como ella no quiso aceptar su dinero, él le subió el sueldo haciendo el cálculo de una “embestida” al mes.
La madame, que en su tiempo también fue amante del viejo, no se puede creer tanto platonismo así que insiste y organiza una segunda cita. Las condiciones son parecidas. La muchacha está dormida de nuevo. La sesión transcurre de forma similar a la primera vez, es decir, no pasa nada.
El viejo decide bautizarla: la llama Delgadina. Ella le deja escrito en el espejo del lavabo esta inscripción enigmática: “El tigre no come lejos”. El se queda trastornado y empieza a imaginarla, a idealizarla.
El se da cuenta de que, a sus noventa años, ha encontrado al primer amor de su vida y, como es natural, a partir de ese momento empieza a sufrir por ella.
Arregla y adecenta la habitación de sus encuentros. Lleva un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, además de “cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor, Agua de Florida, tabletas de regaliz.” Como no consigue rosas amarillas roba en un jardín privado “un ramo de astromelias recién nacidas.” La astromelia, símbolo de la amistad.
Desde que tiene veinte años lleva un registro “con el nombre, la edad, el lugar y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo” de sus relaciones. Hasta los 50 años, se nos informa, fueron 514 mujeres con las que había estado al menos una vez. A partir de esa edad interrumpió la lista ya que “podía seguir las cuentas sin papel.” De todas sus aventuras saca una conclusión: “ninguna es impune”.
Todas estas historias de burdeles tienen un sabor muy tropical, colonial, de putas pobres y clase alta putera y convencional. Hay también mucho exotismo y todo ello ambientado en un calor enervante, con trajes de lino blanco y sombreros. Como es propio, abunda la corrupción política y la económica.
Pese a las apariencias la vida de este hombre es más bien pobre y mediocre, con pocos amigos y muchas soledad.
En su vida la única relación estable fue con una criada, Damiana, “de corvas suculentas” a la que “embestía en reserva (1)”, es decir, por donde no había riesgo de embarazo. Como ella no quiso aceptar su dinero, él le subió el sueldo haciendo el cálculo de una “embestida” al mes.
La madame, que en su tiempo también fue amante del viejo, no se puede creer tanto platonismo así que insiste y organiza una segunda cita. Las condiciones son parecidas. La muchacha está dormida de nuevo. La sesión transcurre de forma similar a la primera vez, es decir, no pasa nada.
El viejo decide bautizarla: la llama Delgadina. Ella le deja escrito en el espejo del lavabo esta inscripción enigmática: “El tigre no come lejos”. El se queda trastornado y empieza a imaginarla, a idealizarla.
El se da cuenta de que, a sus noventa años, ha encontrado al primer amor de su vida y, como es natural, a partir de ese momento empieza a sufrir por ella.
Arregla y adecenta la habitación de sus encuentros. Lleva un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, además de “cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor, Agua de Florida, tabletas de regaliz.” Como no consigue rosas amarillas roba en un jardín privado “un ramo de astromelias recién nacidas.” La astromelia, símbolo de la amistad.
El nonagenario enamorado se vuelve otro hombre. También arregla y reforma su casa. Hasta su escritura dominical cambia y, a partir de ese momento, se vuelve popular. Los lectores enamorados le escriben cartas de felicitación.
Transcurre algún tiempo en una suerte de beatitud platónica. Un día él le escribe en el espejo con una barra de labios: “Niña mía, estamos solos en el mundo.”
Pero ella siempre duerme aunque él cree detectar reacciones a sus caricias.
Un día se produce el asesinato de un banquero en la casa de citas que le sirve de nido de amor y la dueña se ve obligada a cerrar y quitarse de en medio por una temporada. El viejo agoniza sin poder ver a su Delgadina.
Cuando al fin consigue volver a verla la joven ha cambiado. Su cuerpo se ha transformado y, además, va muy arreglada y cargada de joyas. Entonces el enamorado sospecha que esta nueva riqueza es producto de la venta de su cuerpo, lo que le resulta insufrible. Monta en cólera, va al cuarto de sus ensueños y lo destroza.
Y hasta aquí es lo que puedo contar, por si alguien quiere asomarse a esta novela corta. A mí me costó mucho coincidir con ella, hasta que hace unos días la encontré abandonada a su suerte en el armario de intercambio de libros. No tuve más remedio que leerla. Ha sido una lectura gozosa.
Un fragmento para bibliófilos
“Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer Diccionario Ilustrado de la Real Academia, de 1903; el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la gramática de don Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus sinónimos; el Vocabolario della Lingua Italiana de Nicola Zingarelli, para favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el diccionario de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.”
Transcurre algún tiempo en una suerte de beatitud platónica. Un día él le escribe en el espejo con una barra de labios: “Niña mía, estamos solos en el mundo.”
Pero ella siempre duerme aunque él cree detectar reacciones a sus caricias.
Un día se produce el asesinato de un banquero en la casa de citas que le sirve de nido de amor y la dueña se ve obligada a cerrar y quitarse de en medio por una temporada. El viejo agoniza sin poder ver a su Delgadina.
Cuando al fin consigue volver a verla la joven ha cambiado. Su cuerpo se ha transformado y, además, va muy arreglada y cargada de joyas. Entonces el enamorado sospecha que esta nueva riqueza es producto de la venta de su cuerpo, lo que le resulta insufrible. Monta en cólera, va al cuarto de sus ensueños y lo destroza.
Y hasta aquí es lo que puedo contar, por si alguien quiere asomarse a esta novela corta. A mí me costó mucho coincidir con ella, hasta que hace unos días la encontré abandonada a su suerte en el armario de intercambio de libros. No tuve más remedio que leerla. Ha sido una lectura gozosa.
Un fragmento para bibliófilos
“Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer Diccionario Ilustrado de la Real Academia, de 1903; el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la gramática de don Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus sinónimos; el Vocabolario della Lingua Italiana de Nicola Zingarelli, para favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el diccionario de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.”
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(1) Véase comentario 3.
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Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, Mondadori 2004, 109 pág.
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Leí el libro en 2004. Me pareció una novela extraña, inesperada de García Márquez, pero espléndidamente escrita. Cuenta muy bien la metamorfosis del viejo desde el simple deseo físico hacia la idealización y enamoramiento de la niña. También el atroz sentimiento que son los celos. Me quedó en la memoria una frase que dice el viejo cuando alguien habla del cumpleaños de la criatura: "Me inquietó que fuese tan real como para cumplir años".
ResponderEliminarCasualmente estoy terminando El General en su Laberinto, una biografía mitificada, pero que se atiene a los hechos conocidos, del Libertador Simón Bolívar en el final de sus días. Preciosa obra, lástima haber tardado tanto en leerla.
No conozco El general en su laberinto. De lo que conozco de García Márquez tengo un grato recuerdo de El amor en los tiempos del cólera, del Relato de un naúfrago y algún otro relato o cuento. La verdad es que flojeo mucho con la novela, desde hace ya bastante tiempo. Pero García Márquez es un prosista excepcional. Hay que descubrirse.
ResponderEliminarPermíteme, Juan Luis.
ResponderEliminarLas embestidas a Damiana no son *en reserva* sino EN REVERSA. Sólo así tiene sentido. Consulta, por favor una edición fiable.
Es de notar que escriba que le baja las "mutandas". La palabra usual, braga, debe parecerle vulgar, pero mutande y mutandine son términos italianos, válidos tanto para la prenda femenina como para la masculina. No creo que "mutanda" se use en Latinoamerica en absoluto, salvo por emigrantes.
Saludos cordiales.
Anónimo/Ockam, alias "daltónico espiritual"
Otra errata mía. Qué descuidado soy. Muchas gracias señor Anónimo/escolástico.
ResponderEliminarMe he permitido no corregir el texto y dejarlo en una nota a pie que remite a su comentario para que mis cuatro lectores (más bien lectoras supongo) admiren sus dotes entomológicas.
Cordialement.
El italianimo se justificaría por el origen italiano de la madre del narrador.
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