En realidad no te importaba nada, salvo, quizá, tú mismo. Nadie te importaba salvo, a ratos, las mujeres a las que seducías con desgana. Estabas demasiado ocupado contigo mismo para preocuparse por nadie más. Muchas veces he pensado si tu muerte fue un suicidio, un suicidio a plazos. No es que ya me importe demasiado, pero es el tipo de preguntas que uno se hace sin saber muy bien la razón. He cruzado la bahía para visitar la villa. Entre las calles medievales he encontrado su ausencia. La percibo esta mañana lluviosa, después de tantos años. No ha cambiado mucho el pueblo: hay más bares, más turistas, y poco más. Hubiera podido cruzarme contigo, a la vuelta de tus correrías nocturnas. Puede que hubiéramos coincidido en el Yola, donde he tomado un café y donde desayunabas cada día. He venido de buena mañana. La noche ha dejado de interesarme, si es que alguna vez fue algo más que una penitencia morbosa. Un día gris, con llovizna, difusamente luminoso; las montañas lejanas medio ocultas por la niebla. Después de callejear por calles estrechas, me asomo a la amplitud de la bahía; aire fresco del oeste, leve rumor de olas, cormoranes secándose con las alas desplegadas. Se me hace raro estar aquí, sentado en el malecón, junto a la playita, la playita que siempre miro cuando estoy en el otro lado, hace tantos años ya. Me alegro de haberme ido. Había algo muy morboso en nuestra obsesión por este pueblo. Todo sigue más o menos parecido: más bares, más turistas, y poco más.