jueves, 30 de noviembre de 2023

Perdido en el banco



     Voy al banco para una gestión que no he podido hacer online porque mi firma digital ha sido anulada, y no hay forma de conseguir una por teléfono. Me dirijo a una recepcionista y, después de un rato de espera, me pregunta si tengo cita. ¡Cita para la recepcionista! Precisamente venía a pedirle a ella una cita… Me explica que para ser atendido en recepción debo conseguir una cita. En resumen: tengo que pedir una cita para conseguir una cita.
     A mi alrededor hay un pequeño barullo de gentes que esperan o que se han atascado con la máquina de la entrada, o ambas cosas. De vez en cuando viene una empleada y ayuda a los que se han atascado. La recepcionista me redirige a la susodicha máquina. La máquina me da un número, pero el número no termina de salir en una pantalla de la sala. Entonces saco mi móvil y obtengo una cita para mañana. A continuación, como me da pereza tener que volver mañana, intuyo que he gestionado mal mi operación con la máquina y vuelvo a ella. Obtengo un nuevo número. Pregunto a la empleada que ayuda sobre el significado del papelito que tengo en la mano. Me dice que, en efecto, he acertado y sólo tengo que esperar a que la recepcionista me llame.
     Durante la espera comento con una mujer que está jubilada como empleada del mismo banco, donde ha trabajado durante cuarenta años. Me dice que, desde la pandemia, es decir, desde el confinamiento de la ciudadanía, todo va manga por hombro, no sé si para el banco, para los empleados del banco o para los clientes. Intuyo que, principalmente, para los dos últimos. En mi calidad de cliente le doy toda la razón. Nuestra charla queda interrumpida porque ha atisbado que una ventanilla de caja está libre. Menos mal que conozco al de la caja, señala. Y se dirige hacia ella para realizar su gestión. Yo continúo esperando.
     Diez minutos después la recepcionista pronuncia mi número. Le explico el asunto. Es una mujer amabilísima y paciente. Tiene un trabajo de lo más estresante y lo lleva con una sonrisa en los labios. En cinco minutos tramita una nueva firma digital y ahora sólo me queda meterme de nuevo en la aplicación a ver si desde ella, provisto de mi flamante firma, consigo resolver el asunto.
     Cuando salgo del banco visito al kioskero al que al principio del verano le dejé dos ejemplares de mi libro La vida discreta. Sorpresa: ha vendido uno. El también ha leído el libro y me dice que le ha gustado. Es un libro para leer poco a poco, le digo. Está de acuerdo. Le dejo el otro por si suena la flauta.
     Reconfortado por la noticia (lo peor hubiera sido no vender ninguno) me voy al Zara a comprar un jeisercillo de cuello vuelto que ví ayer. Adquiero una talla L pero, al llegar a casa verifico que he pecado de optimismo y tendrá que regresar a cambiarlo por una XL.
     Me hubiera gustado salir por la tarde con la bici pero el sirimiri me mantiene recluido.