No conozco en profundidad la literatura española contemporánea, pero dudo de que haya alguna prosa que llegue a la altura de la que practica Juan Manuel de Prada. Tiene tanta calidad que no parece de hoy, sino de tiempos pasados. A mi me gusta, aunque me cansa. También es verdad que soy un mal lector de novela. Hace ya tiempo que la novela me interesa poco. Ya tengo una edad y la novela es más bien un asunto de juventud o, como mucho, del comienzo de la madurez. Lo que no quita que haya algunas, pocas, novelas interesantes que deben ser leídas a cualquier edad. El castillo de diamante no es una de ellas, salvo para los interesados en la figura de Santa Teresa de Jesús, entre los que me encuentro.
De Prada escribe maravillosamente pero tiene un par de defectos que lo hacen fatigoso. Uno es la prolijidad, su tendencia a la desmesura. Sus novelas son demasiado largas y, en consecuencia, requieren mucho tiempo por delante y hoy, es sabido, el tiempo es un bien escaso. El otro es su barroquismo. El barroquismo está bien como fenómeno histórico, pero hoy es más bien pasto de eruditos.
La novela en cuestión trata sobre las relaciones entre Teresa de Jesús, carmelita que fundó 16 conventos, y la poderosa e intrigante aristócrata Ana de Mendoza, princesa de Eboli, tuerta y gran seductora. Ana estaba casada con el príncipe portugués Ruy Gómez da Silva, personaje muy influyente en la corte del rey Felipe II. De Prada las hace coincidir en Toledo, con motivo de la visita que Teresa se ve obligada a realizar a la devota aristócrata Luisa de la Cerda, con el objetivo de consolarla tras su reciente viudez. Al principio ambas mujeres. pese a sus diferencias sociales y religiosas, tienen una buena relación. Ana está muy interesada en el movimiento de los alumbrados (que pronto fue declarado herético) y encuentra que Teresa bien podía haber sido uno de ellos. En realidad lo que le gustaría a Ana es ser Teresa, disfrutar de su apasionada relación con Nuestro Señor, pero sin renunciar a ninguno de sus privilegios ni, menos aún, a su forma de vida. Parece un caso claro de envidia espiritual. Dejándose llevar por ella la de Eboli intriga para que Teresa no pueda fundar en Toledo, pero Teresa es mujer de mucho carácter y consigue llevar a buen fin la fundación de su nuevo palomarcito pese a las malas artes de la aristócrata. En vista de ellos, años más tarde, Ana se empecina en que la de Avila funde en sus dominios de Pastrana (Guadalajara) y arrastra hasta allí a la monja andariega. Esta, a regañadientes, lleva a cabo la fundación y se vuelve a La Encarnación de Avila, donde muy a su pesar ejerce de abadesa. Sin embargo la de Eboli se empeña en mangonear el convento pastranero y lo lleva a una situación incompatible con el espíritu de las carmelitas descalzas. Teresa se ve obligada a organizar una operación de rescate de sus monjas, las saca del convento y se enfrenta a la bella tuerta.
La novela, como es natural en el género, se permite algunas licencias históricas de menor importancia y refleja bien el espíritu de la época, una época en la que la religión no era asunto baladí. Quizá acierta más con el personaje de la princesa que con el de Teresa. Hay otros personajes secundarios que también están muy logrados. en especial Juan Escobedo, secretario de Felipe II, y el consorte de la princesa Ruy Gómez da Silva, un hombre bondadoso, diplomático y muy enamorado de su mujer. La obra se cierra con una noticia histórica sobre el destino de Escobedo y el de Ana de Mendoza. Con Felipe II, pocas bromas.