martes, 24 de septiembre de 2013

El embalse de Ibardin o el lago de Xoldokogaina



Los franceses le llaman lago pero, en realidad, es un embalse, con su muro de contención y su sistema de aliviaderos, etc. Está a los pies del monte Xoldokogaina y, desde sus alturas, se divisan bellas panorámicas.

Partiendo desde las ventas de Ibardin tomo un sendero que atraviesa un bosque de robles, castaños, pinos y alisos. Los robles, de los que hay ejemplares añosos, destacan sobre el resto de la vegetación. Por el camino se ven caballos. Si no estoy equivocado se trata de las célebres pottokas, un apacible y robusto caballo pirenaico de talla corta.

Durante media hora camino entre la niebla. Luego, en unos minutos, los rayos de sol despejan el paisaje. El trazado discurre en una suave pendiente y entre una amable vegetación. Todo va bien hasta que empiezan a escucharse los primeros disparos.

Tiros estruendosos que me sobresaltan y, pocos minutos después, cuatro perros de caza, husmeadores y acelerados como si hubiesen tomado anfetaminas. Pobres perros. Pasan la vida encerrados en casetas, con apenas una visita al día por parte de su dueño para echarles la comida y, de vez en cuando, un paseo por el monte. Son dos tipos con sus escopetas. Uno de ellos, gordo y con los bigotes caídos, al modo de Obelix. No miran, no saludan. Saben de sobra que los que caminamos por el monte sin armas les despreciamos.

En fin, por no seguir el camino trillado, me pierdo durante un buen rato, cuesta abajo y, como corresponde, el regreso es cuesta arriba. Como la vida misma: primero alegremente se baja y luego, dificultosamente, se sube. Cuando subo, por un largo y duro repecho, escucho unos gritos y, de pronto, se me vienen encima tres ciclistas, que bajan a toda velocidad y me obligan a salirme de la pista. Siempre se cumple la teoría de que todo aquel que va subido en cualquier máquina se cree capacitado para avasallar al que camina. Bueno, termino muerto de hambre.

Al fin encuentro un lugar adecuado para repostar, junto a una borda preciosa, en un pequeño descampado presidido por un hermoso roble. Me siento sobre una piedra que aflora en el verde y doy cuenta de un trozo de pan y unas lonchas de jamón, bajo el sol y con unos tragos de rioja.  Al cabo de un rato tengo compañía. Un abejorro ha olfateado el jamón y le pone cerco.

Paso un cuarto de hora delicioso, recordando la borda que sale en las primeras páginas de la trilogía del vagabundo de Knut Hansum, a quien con tanta devoción leía hace un montón de años y a quien ya nunca se puede olvidar.

Me he asomado a la borda, que está a oscuras, pues los huecos que se han practicado en los muros son muy pequeños. Tiene un entramado de madera para sujetar la techumbre que es una maravilla de artesanía y rusticidad. El techo se compone de lajas de piedra, en las que ha crecido el musgo. La orientación y ubicación del refugio es sabia, casi plegado bajo una quiebra del terreno. En el exterior dispone de un cercado de madera para controlar al ganado. Sólo por contemplar esta pequeña edificación ya ha merecido la pena venir hasta aquí.

Me dispongo a buscar el sendero de vuelta cuando escucho unas voces que pertenecen a un hombre que camina hacia mí mientras habla, a gritos, por un móvil. Dios bendito, también aquí. Pero el hombre deja el teléfono y aprovecho para preguntarle por el camino. El también se ha perdido. Andamos un rato juntos. Es muy simpático. Me cuenta que su padre era español, navarro de Pamplona. Como tantos otros salió “huyendo de Franco en la guerra, en un barco pesquero” y terminó haciendo su vida en Francia. Abundan los casos como este en toda la región. El caso es que me lleva por un camino desconocido pero empinado y, en un cruce nos separamos.

Me encuentro en el mítico GR-10, la senda que atraviesa todo el Pirineo, desde el Mediterráneo hasta el Cantábrico. Sólo tengo que seguirlo para llegar a mi destino, pero el caso es que estoy en una cota muy baja y que la ascensión es bonita pero se las trae, al menos para uno tan desentrenado como yo.

Durante centenares de metros camino por una sendita soleada y ribeteada por brezos en flor. Se escucha un zumbido persistente y entonces me percato de que los brezos están siendo polinizados por centenares, por miles de abejas. Trago saliva, pues no hay otro camino, y continúo mi marcha de la forma más discreta posible para no perturbar a las criaturas. El maldito Hitchcok no hizo sino inocular miedo a la humanidad.

Desde el punto más elevado hay unas panorámicas espectaculares. Por un lado las Peñas de Aya, por otro la cresta del Larrún y, finalmente, la llanura que conduce a la costa francesa y que se pierde hacia las Landas. La GR-10 es un descubrimiento porque viene a ser como la pista central que distribuye al resto de los caminos.

En las ventas de Ibardin hay una gran concurrencia de franceses que vienen hasta aquí para comprar alcohol y tabaco, principalmente, aprovechando los “bajos impuestos” españoles. Muchos están comiendo en los restaurantes y chiringuitos del lugar. Ando un poco justo de tiempo, para llegar a casa a comer, pero me detengo un momento para estudiar los indicadores de pistas y senderos que proliferan. Este es sin duda un lugar estratégico.

Aún me animo a regresar por Vera de Bidasoa y, a la entrada, me detengo para sacar unas fotos con el móvil -como todas las demás-, de la casa Itsea, propiedad de la familia Baroja. Es una preciosidad, con un arroyo bien sonoro que baja por la izquierda y un jardín frondoso y cercado por un muro atrás. Es un edificio de mucho empaque, que se percibe conservado con mimo pero si rastro de pretenciosidad y cursilería, como en tantos otros casos similares.


En casa me esperan unos chipirones en su tinta deliciosos, regados con un blanco de Somontano fresquito. Así da gusto perderse por el monte.




No hay comentarios:

Publicar un comentario