Los franceses le llaman lago pero, en realidad, es un
embalse, con su muro de contención y su sistema de aliviaderos, etc. Está a los
pies del monte Xoldokogaina y, desde sus alturas, se divisan bellas panorámicas.
Partiendo desde las ventas de Ibardin tomo un sendero que atraviesa
un bosque de robles, castaños, pinos y alisos. Los robles, de los que hay
ejemplares añosos, destacan sobre el resto de la vegetación. Por el camino se
ven caballos. Si no estoy equivocado se trata de las célebres pottokas, un
apacible y robusto caballo pirenaico de talla corta.
Durante media hora camino entre la niebla. Luego, en unos
minutos, los rayos de sol despejan el paisaje. El trazado discurre en una suave
pendiente y entre una amable vegetación. Todo va bien hasta que empiezan a escucharse
los primeros disparos.
Tiros estruendosos que me sobresaltan y, pocos minutos
después, cuatro perros de caza, husmeadores y acelerados como si hubiesen
tomado anfetaminas. Pobres perros. Pasan la vida encerrados en casetas, con
apenas una visita al día por parte de su dueño para echarles la comida y, de
vez en cuando, un paseo por el monte. Son dos tipos con sus escopetas. Uno de
ellos, gordo y con los bigotes caídos, al modo de Obelix. No miran, no saludan.
Saben de sobra que los que caminamos por el monte sin armas les despreciamos.
En fin, por no seguir el camino trillado, me pierdo durante
un buen rato, cuesta abajo y, como corresponde, el regreso es cuesta arriba. Como
la vida misma: primero alegremente se baja y luego, dificultosamente, se sube. Cuando
subo, por un largo y duro repecho, escucho unos gritos y, de pronto, se me
vienen encima tres ciclistas, que bajan a toda velocidad y me obligan a salirme
de la pista. Siempre se cumple la teoría de que todo aquel que va subido en
cualquier máquina se cree capacitado para avasallar al que camina. Bueno,
termino muerto de hambre.
Al fin encuentro un lugar adecuado para repostar, junto a
una borda preciosa, en un pequeño descampado presidido por un hermoso roble. Me
siento sobre una piedra que aflora en el verde y doy cuenta de un trozo de pan
y unas lonchas de jamón, bajo el sol y con unos tragos de rioja. Al cabo de un rato tengo compañía. Un
abejorro ha olfateado el jamón y le pone cerco.
Paso un cuarto de hora delicioso, recordando la borda que
sale en las primeras páginas de la trilogía del vagabundo de Knut Hansum, a
quien con tanta devoción leía hace un montón de años y a quien ya nunca se
puede olvidar.
Me he asomado a la borda, que está a oscuras, pues los huecos
que se han practicado en los muros son muy pequeños. Tiene un entramado de madera
para sujetar la techumbre que es una maravilla de artesanía y rusticidad. El
techo se compone de lajas de piedra, en las que ha crecido el musgo. La
orientación y ubicación del refugio es sabia, casi plegado bajo una quiebra del
terreno. En el exterior dispone de un cercado de madera para controlar al
ganado. Sólo por contemplar esta pequeña edificación ya ha merecido la pena
venir hasta aquí.
Me dispongo a buscar el sendero de vuelta cuando escucho
unas voces que pertenecen a un hombre que camina hacia mí mientras habla, a
gritos, por un móvil. Dios bendito, también aquí. Pero el hombre deja el
teléfono y aprovecho para preguntarle por el camino. El también se ha perdido. Andamos
un rato juntos. Es muy simpático. Me cuenta que su padre era español, navarro de
Pamplona. Como tantos otros salió “huyendo de Franco en la guerra, en un barco
pesquero” y terminó haciendo su vida en Francia. Abundan los casos como este en
toda la región. El caso es que me lleva por un camino desconocido pero empinado
y, en un cruce nos separamos.
Me encuentro en el mítico GR-10, la senda que atraviesa todo
el Pirineo, desde el Mediterráneo hasta el Cantábrico. Sólo tengo que seguirlo
para llegar a mi destino, pero el caso es que estoy en una cota muy baja y que
la ascensión es bonita pero se las trae, al menos para uno tan desentrenado
como yo.
Durante centenares de metros camino por una sendita soleada y
ribeteada por brezos en flor. Se escucha un zumbido persistente y entonces me
percato de que los brezos están siendo polinizados por centenares, por miles de
abejas. Trago saliva, pues no hay otro camino, y continúo mi marcha de la forma
más discreta posible para no perturbar a las criaturas. El maldito Hitchcok no
hizo sino inocular miedo a la humanidad.
Desde el punto más elevado hay unas panorámicas
espectaculares. Por un lado las Peñas de Aya, por otro la cresta del Larrún y,
finalmente, la llanura que conduce a la costa francesa y que se pierde hacia
las Landas. La GR-10 es un descubrimiento porque viene a ser como la pista
central que distribuye al resto de los caminos.
En las ventas de Ibardin hay una gran concurrencia de
franceses que vienen hasta aquí para comprar alcohol y tabaco, principalmente,
aprovechando los “bajos impuestos” españoles. Muchos están comiendo en los
restaurantes y chiringuitos del lugar. Ando un poco justo de tiempo, para
llegar a casa a comer, pero me detengo un momento para estudiar los indicadores
de pistas y senderos que proliferan. Este es sin duda un lugar estratégico.
Aún me animo a regresar por Vera de Bidasoa y, a la entrada,
me detengo para sacar unas fotos con el móvil -como todas las demás-, de la
casa Itsea, propiedad de la familia Baroja. Es una preciosidad, con un arroyo
bien sonoro que baja por la izquierda y un jardín frondoso y cercado por un
muro atrás. Es un edificio de mucho empaque, que se percibe conservado con mimo
pero si rastro de pretenciosidad y cursilería, como en tantos otros casos
similares.
En casa me esperan unos chipirones en su tinta deliciosos,
regados con un blanco de Somontano fresquito. Así da gusto perderse por el
monte.
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