Herederos de una milenaria tradición espiritual que ya nadie
comprendía realmente, en otro tiempo situados en primera fila de la sociedad,
los curas se veían actualmente reducidos, al término de estudios espantosamente
largos, que abarcaban el dominio del latín, el derecho canónigo, la teología
racional y otras materias casi incomprensibles, a subsistir en miserables
condiciones materiales, a pasar de un grupo de lectura del Evangelio a un
taller de alfabetización, a decir misa cada mañana para unos feligreses escasos
y avejentados. Todo goce sensual les estaba vetado, y hasta los placeres
elementales de la vida familiar, obligados sin embargo por la función que
desempeñan a manifestar día tras día un optimismo forzoso. (…) Humildes y sin
dinero, despreciados por todos, sometidos a todos los ajetreos de la vida
urbana sin tener acceso a ninguno de sus placeres, los jóvenes sacerdotes
urbanos constituían un tema desconcertante e inaccesible para quienes no
compartían su fe.
M. Houellebecq, El
mapa y el territorio
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