Una mañana soleada, con viento del sur y algún bochorno, que
no empieza demasiado bien pues, camino de Urrugne, veo al borde de la carretera
que han talado un buen número de árboles, y han dejado los troncos cortados y
apilados en las inmediaciones, a la espera de que lleguen los camiones para su
transporte y comercialización. Ya no me molesto en indagar las posibles causas
de estas talas, que un día se perpetran aquí y otro allá, y que imagino
disponen de todas las bendiciones administrativas.
La mayor parte de la ruta discurre por asfalto, aunque apenas hay tráfico. Tras coger un poco de altura, unos cien metros, aparece la capilla de Socorri, en un paraje rodeado de árboles, muy cuidado, desde donde
se contempla una vista de las Peñas de Aya que justifica el nombre que se le da
por aquí a este batolito granítico, Las Tres Coronas.
La ermita, que dispone de iluminación automática, es un
pequeño edificio muy agradable, rodeado de enterramientos con sus tradicionales
estelas funerarias. En el interior, tras la reja, se ve una pintura de la
Virgen y un barco que cuelga del techo, exvoto habitual en la zona. Hay también
iconografía de un Vía Crucis y pequeñas placas de mármol con mensajes de
agradecimiento.
El paseo desciende suavemente, pasa junto a unas instalaciones
de colonias infantiles, propiedad del Servicio de Correos (cosas del
sindicalismo francés, imagino) y una arboleda de robles y alisos, plagada de
cartelitos de propiedad privada, donde un pájaro carpintero se afana en su tac
tac.
Se atraviesa una línea de ferrocarril y poco más abajo
surgen las primeras casas, con sus jardines. Pero antes, a mano izquierda, veo
un sapo que maniobra en la cuneta. Es gordo y torpe, como si pesara demasiado
para moverse con agilidad. Tiene la piel marrón y aspecto viscoso. Lo toco con
la punta del bastón pero no reacciona, se limita a encogerse un poco. No sé a
dónde irá pero se le ve muy desvalido.
Camino adelante, en una pequeña ladera, un par de cabras
marrones reposan y miran. El trazado pierde interés hasta que, tras una cuesta,
se entra en camino de tierra donde hay un puesto metálico para cazar palomas.
Hay suerte y no veo a nadie con escopetas.
A partir de ahí ya es un tranquilo descenso, que atraviesa prados. A lo lejos se divisa el chateau de Urtubia, visitable por 6,5 euros y transformado en hotel. Hay un momento de bonito paisaje, con el perfil de Urrugne al fondo, pero surge un zumbido de fondo que acaba con cualquier pincelada poética. Se trata de la carretera nacional y, en paralelo, la autopista.
Media docena de vacas, con tres o cuatro terneros,
permanecen ajenas al ruido del tráfico mientras reposan, rumian, y miran con
displicencia al paseante.
El paseo culmina en un par de horas y, de vuelta al casco
urbano entro en la iglesia de San Vicente, que está abierta y es grande y
hermosa. Es de una sola nave flanqueada por dos altas y elegantes galerías de
madera.
La parte del altar tiene media docena de ventanales con vidrieras coloreadas que le
dan al conjunto un aire casi alegre. Sobre la entrada principal hay un órgano impresionante.
Durante mi visita el organero procede a pulsar algunas teclas y el sonido,
solemne y henchido, parece llenar la nave.
Doy una vuelta por el cementerio, adosado a la parte trasera
del templo, como suele ser habitual. Es sobrio e impecable, como también suele
ser habitual. Hay una zona de estelas funerarias vascas.
En la torre de esta iglesia figura junto al reloj la
inscripción “Vulnerant omnes, ultima necat” (Todas hieren, la última mata), que
Baroja recoge en varios de sus libros.
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