La veo con frecuencia durante mis visitas a la ciudad. Es
una cantante de soul y de blues, principalmente, que, en compañía de un músico
que toca un piano electrónico, trabaja en la esquina de una calle peatonal y
comercial. Ella no sólo es una joven atractiva sino que, además, tiene una voz
excelente. La verdad es que da gusto escucharla. Sin embargo, a la segunda o
tercera vez que paso y la encuentro en plena actuación, empieza a desagradarme,
si bien reconozco que en ocasiones he pensado que esta mujer se merece algo
mejor que estar cantando en la calle. Me desagrada, digo, por lo reiterado, por
lo impuesto.
Hay veces en que apetece escuchar buena música, en que resulta simpático
cruzar la calle y, durante un minuto, escuchar una voz agradable, una bella
melodía. Pero no siempre. Hay días, demasiados días, ay, en que uno no está
para ruidos, ni siquiera para ruidos bellos. Y pienso en la desesperación de
los empleados de los comercios de la zona, que se ven obligados a escuchar a
esta mujer y su equipo de música (siempre a todo volumen) durante mañana
enteras, durante tardes enteras, durante semanas, durante todo el verano.
He
escuchado, no sé dónde, que algunos comerciantes han optado por pagar a estos
músicos, que en verano inundan las calles céntricas, para que, literalmente, se
vayan con la música a otra parte. Tiene gracia la cosa, gente que paga sus impuestos,
a toca teja, qué remedio, y, además, tiene que pagar un extra para que le dejen
en paz, para que los empleados de sus negocios no se vuelvan locos, para que la
gente pueda entrar en sus locales con un poco de tranquilidad. Por supuesto, a
nadie con autoridad (y guardias) se le ocurre poner fin a estos abusos, porque
sería un mal rollo y todos huyen como
de la peste de que les echen en cara que reprimen a pobres gentes que se limitan
a buscarse la vida. En los otros, en
los que tienen que sufrir durante horas a estos pelmazos, no piensa nadie, como
no sea en la manera de subirles la contribución.
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