Un total de 55.000 escuelas públicas francesas acogen entre
sus paredes, desde hace unos días, la denominada Carta de la Laicidad en la
que, a través de 15 artículos, se deja claro algunos asuntos trascendentales en
la vida de un país.
Lo primero que el Estado francés les dice a sus escolares es
que Francia es una república “indivisible”.
Luego añade otros tres epítetos que definen a la república:
“democrática, social y laica.”
Si Francia no fuera una república indivisible no podría
cumplirse otro de los artículos de la Carta de la Laicidad, aquel que asegura
“la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos.” Un país con cientos de años
de existencia -como es Francia, como es España-, que no tiene claro el concepto
de indivisibilidad, es un país pasto de la desigualdad y la discriminación en
función de la geografía. No es por tanto un país democrático, pues la primera
condición de la democracia es la igualdad de los ciudadanos ante la ley. En la
práctica hay una segunda lectura de este principios: “Un ciudadano, un voto.”,
es decir, todos los votos valen lo mismo, tanto el de Lyon como el de Bretaña,
tanto el de Barcelona como el de Astorga.
Si todos los ciudadanos de un país no tenemos los mismos
derechos y obligaciones no vale la pena que ese país permanezca indivisible. Y
si un país pretende continuar siéndolo, lo primero que debe hacer es garantizar
que, en efecto, todos sus ciudadanos son iguales en derechos y obligaciones. En
este sentido en España queda por hacer un trabajo ímprobo, tanto que no es seguro
que vaya a conseguirlo, habida cuenta que, desde la muerte del dictador, se ha
trabajado, con entusiasmo y ahínco, en el sentido de la discriminación y la
desigualdad.
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