Hoy no voy a perderme porque tengo el tiempo justo y medido.
Salgo a las 9 y las 12 estoy de regreso. Me doy un margen. Y casi lo consigo,
de no ser por esa última desviación, gracias a la cual atravieso el bosque de
Biriatou, pero que me llena de zozobra pues, durante un buen rato, no sé si
avanzo en la dirección correcta o voy precisamente en sentido contrario.
La mañana, afortunadamente, se presenta nublada. Por un
momento, mientras asciendo las laderas del Xoldokogaina da la impresión de que
va a salir el sol pero, al final, no ocurre tal cosa. Mejor, porque mi forma física deja
bastante que desear. He dejado en el parkin a un nutrido grupo de sexagenarios
franceses, luego a otro pequeño grupo de mujeres que leen en un mapa y, al fin,
ando solo todo el camino. Cuanto menos ruido, mejor.
Bueno, no tan solo. Al principio están los cazadores,
inevitables en esta época del año. Andan al acecho, ahí abajo, imitando el
canto de las aves, o al menos eso creen ellos. Qué poco me gusta escuchar el
ruido de sus escopetas a mi alrededor. A medio camino de la cumbre, tras una
revuelta, surge un ave que viene tocada y se mete en la maleza; luego aparece
un perro blanco que se va en dirección contraria y, por último, surge el tipo
de la escopeta que me pregunta, sin saludo previo, si he visto a un perro
blanco. Lo que he visto es el susto que me ha dado con sus tiros a cuatro
palmos de mi persona. Bonjour y hasta
nunca.
Los buitres aparecen casi en la cumbre, a mano derecha,
sobre las laderas de los collados que se suceden, entrecruzados por cendales de
niebla que aún no se han retirado. A mi espalda la costa cantábrica, desde
Bilbao hasta Capbreton, con un banco de madera para sentarse y perderse en la
contemplación, de no ser por el aire frío que llega a ráfagas.
Allá arriba, con la cadena montañosa (un punto inquietante
de puro salvaje) como fondo, los buitres se mecen en el aire, las alas
desplegadas, con una majestuosidad que estremece. Las pottokas, por su parte,
esparcidas aquí y allá, algunas casi cubiertas por la vegetación, no se inmutan
en su afanosa ingesta de yerba.
Saber que a partir de esta cumbre el resto del camino es
cuesta abajo resulta agradable tras el esfuerzo de la ascensión. Todo discurre
según lo previsto, concluida la bajada aparece a la izquierda el embalse de
Ibardin. Hasta ahora he andado al descubierto, pero acabo de entrar en el
bosque.
El bosque tiene su propio lenguaje. Todo cambia bajo la
cubierta que forma el follaje de pinos, robles, alisos y hayas, porque aquí
también hay hayas. De las alturas bajan los sonidos de los pájaros y de las
profundidades los murmullos de arroyos, fuentes, hilos de agua.
El camino, que serpentea en descenso, está sembrado de
piedras. De vez en cuando cruza un cauce de agua. Los helechos han empezado a
enrojecer. Los troncos de los árboles se aprietan hasta que, siempre
dominantes, aparecen las primeras hayas, que marcan distancias unas con otras y
no toleran, con sus ramas horizontales, que nadie se arrime más de la cuenta.
Voy bien de tiempo, camino tranquilo hasta el último cruce y
aquí, me voy por el sendero equivocado. Creo que mi inconsciente se he dejado
llevar por lo romántico del nombre: sendero de los aduaneros. De esta forma el
paseo por el bosque se prolonga durante media hora más, pero me alejo de mi
destino. Aún veo más hayas. También robles centenarios que parecen monumentos
de madera que presiden el bosque.
Pronto me percato de que estoy bajando demasiado y, en
consecuencia, no voy a disfrutar de las “interesantes vistas sobre el río
Bidasoa” prometidas. En efecto. Aparece el cartel que informa sobre el comienzo
de una nueva ruta, algo difícil, según dice, pero muy gratificante, de la que
tomo buena nota, pero que, en estos momentos, no me sirve de ayuda pues el mapa
que la ilustra es tan limitado que no indica dónde queda Biriatou.
Al fin me echo a caminar por el sendero que acompaña al río
pero, durante tres cuartos de hora de caminata, dudo si lo hago en la dirección
correcta o, precisamente, cada vez me alejo más de mi destino. Hasta que no
diviso la silueta de la iglesia de Biriatou en lo alto no me quedo tranquilo.
Me queda una hora de camino pero al menos sé que llegaré a mi cita.
Y entonces se pone a llover. En un minuto el sirimiri se
concierte en chaparrón. No llevo paraguas ni chubasquero, el pronóstico no
hablaba de lluvia. Vale, pero tampoco es cuestión de empaparse. Me detengo bajo
las copas de unos árboles y aprovecho para comer algo.
Un poco antes de la entrada del pueblo hay una zona de
pic-nic. Varios coches se van cuando yo llego. Sólo queda un perro solitario,
medroso bajo la lluvia, seguramente abandonado, que espera a ver si los excursionistas
han dejado algún bocado.
La lluvia, que parece redoblarse entre tanto verdor, lo ha
dejado todo un poco triste y oscuro. Cuando asciendo hasta el parking me mojo
un poco más. Llego tan cansado que ni siquiera me cambio las botas.
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