El comienzo del camino está invadido por cazadores, con sus coches y sus escopetas. Se escuchan tiros por los alrededores. Mientras me pongo las botas miro al cielo y veo pasar un bando de palomas. De pronto suenan un montón de tiros y el bando vacila en su trayectoria sorprendido por la que le está cayendo encima; luego parece rehacerse y sigue su viaje. Yo prefiero no seguir mirando.
Cojo mi mochila y me pongo a caminar sin hacer demasiado caso de los uniformes verdes, las escopetas y los perros. El primer kilómetro está lleno de puestos de caza instalados sobre altas plataformas levantadas con andamios. Esto, y el hecho de que disparen hacia arriba, me tranquiliza un poco. Poco a poco, siempre en ascenso, los voy dejando atrás.
Mientras yo subo por el camino el agua, como es natural,
desciende. Ha llovido tanto durante los últimos días que el camino está lleno
de hilos de agua que se desparraman, en algunos casos, formando pequeños
arroyos. Una pequeña represa, con su murete de contención, alimenta un caño por
el que sale un chorro como si se tratara de una fuente. La riqueza en agua de
estos parajes es impresionante.
Castaños y robles, junto con el murmullo de los arroyos, me
acompañan en la subida. En el suelo aflora el granito, en forma de piedras de
todos los tamaños. Cuando paso junto a un caserío se desata un concierto de
ladridos; debe haber tres o cuatro perros, cada uno atado a una cadena, los
pobrecillos; unos ladran, otros aúllan
La vegetación se vuelve más variada. Aparecen los primeros alerces y, unos pocos metros antes de llegar a Erlaiz paso por un bosquete de hayas. Apenas he encontrado más que a un joven que ya estaba de regreso. En la zona de recreo de Erlaiz me detengo para recuperar fuerzas.
Se nota el frío al estar quieto. El cielo permanece cubierto de
nubes, por el momento a buena altura, aunque pronto empezarán a descender y, a
primera hora de la tarde, se reanudará la lluvia que lleva tanto días
acompañándonos y que ya está empezando a saturarnos a todos.
Al reanudar el paseo vuelvo a detenerme para contemplar a una mujer rubia que, cargada con media docena de bolsas, procede a darles pan a las pottokas que aquí residen, en un cercado junto a la carretera. Las yeguas y los potros se comen el pan con voracidad; deben estar cansadas de la monodieta de yerba. La mujer sube de vez en cuando con su coche para darles pan a los caballos.
Estos animales, de gran mansedumbre, se crían en
semilibertad por estas montañas. El destino de la mayoría de ellos no es otro
que el matadero, aunque no sé dónde se comercializa su carne, tal vez en
Francia. La mayoría de los que se ven son yeguas con sus correspondientes
potrillos. Las hembras, que se destinan a la cría, y algún semental son los que
más tiempo viven.
Me dedico a explorar un poco de cara a futuros paseos pues hace muchos años que no subía por aquí, y menos caminando. El parque está bien señalizado, abundan los paneles informativos y los postes direccionales.
Cuando vuelvo a pasar ya de vuelta apenas quedan algunas
migas de pan. Han llegado media docena de cuervos para dar cuenta de ellas y
los caballos han vuelto a su pasto.
En la bajada encuentro a un perrillo en mitad del camino. Al
verme se muestra temeroso, duda, no sabe si darse la vuelta o qué hacer, pero
le hablo un poco y enseguida coge confianza y se acerca para saludarme antes de
seguir su paseo. El también ha dejado el caserío para darse una vuelta a ver
que encuentra por los alrededores.
En el siguiente caserío hay un grupo de gallinas en el camino. Al verme se refugian en la casa. Sólo el gallo, muy bonito con una plumaje que parece una manta escocesa de pequeños cuadraditos, se permite quedarse para verme pasar.
Los cazadores se han ido a comer o han dejado la caza para
otro día. Los puestos están solitarios, los coches ya no invaden los costados
de la pista y reina la tranquilidad. Allá abajo se ve que ha despejado el cielo
sobre la costa, pero no tardará en ponerse a llover de nuevo.
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