jueves, 22 de octubre de 2015

Desde Arano hacia el Adarra entre cazadores al acecho

No abunda el ganado por la zona

Dicen que Arano es el único pueblo de Navarra desde el que se ve el mar. En efecto, se ve el mar. He venido hasta aquí, por una carretera de montaña, para dar un paseo por el cordal que lleva hasta el Adarra. Como hay una buena tirada mi plan es darme la vuelta cuando me canse. Comienzo a subir, por una pista de tierra flanqueada por hayas. Tras la ermita de San Roque, cuyo aspecto exterior no está sobrado de encanto, se abre un amplio valle de laderas rojizas y bosquetes de pino insignis y alerces. No se ve ganado. Quizá por eso los helechos se han adueñado del suelo. Varios hilos de agua, procedentes de las montañas, atraviesan el camino.

Niebla matutina en el valle 

 Caseríos dispersos
Pero enseguida empiezo a escuchar tiros. Claro, la temporada de caza. Me he metido en pleno fragor cinegético. No tardan en aparecer los todoterrenos. Por lo que he visto la cosa se desarrolla así:

Los cazadores se desplazan en los todoterrenos, por esta proliferación de pistas, hasta los puestos camuflados en las alturas. Aparcan los vehículos, descargan el material, caminan diez o veinte metros y se apostan tras los parapetos. Toman asiento en unas sillas portátiles, despliegan el almuerzo y dan cuenta del mismo. De vez en cuando levantan la vista y le disparan a algo que vuela. Si cae algún ave ya se ocupa el perro de traerla. Al filo del mediodía, recogen, se suben a los todoterrenos y se vuelven a casa.

La ermita de San Roque próxima a Arano 


Arano, arriba, y uno de sus barrios. A la derecha se perfilan las Peñas de Aya

En vista de ello y de que tampoco tengo muchas ganas de trepar por los montes, voy alterando la ruta prevista. Sobran los caminos. Por entre un bosque de pinos salgo a un descampado, donde pacen unas vacas negras que me miran al pasar. Yo procuro no mirarlas demasiado no sea que se lo tomen a mal. Siguen los tiros, cada vez más cerca. La pista me lleva hasta un cruce señalizado, donde hay un cartel en el que se informa sobre los más de 150 megalitos que hay por los alrededores. Ya llevo un buen rato caminando y me detengo a tomar un tentempié, que consiste en un plátano y una deliciosa caracola con pasas, que siempre tengo la precaución de comprar en Hendaya antes de empezar la excursión. Me siento en un mojón. Tengo de frente una bella panorámica. El pueblo de Arano, sabiamente asentado sobre una ladera orientada al sur, respaldado por montes y más montes. A la izquierda, en efecto, se percibe la bahía de La Concha, y el mar ligeramente brumoso. También veo las Peñas de Aya y la mole del Jaizkibel, que parece poco cosa en la distancia.

Una genuina borda. En la zona se ven otras más pijas 


El Adarra, a la derecha, y el Onddo, a la izquierda. Hasta aquí he llegado

En dirección al Azketa, me detengo en una encrucijada, a la derecha, donde están señalizados varios cromlech, los denominados de Etzala. Sobre dos promontorios hay dos círculos de piedras muy bien perfilados. El lugar es bastante recogido, un poco cercado por pinos. Los pinos, sin duda, no formaban parte del paisaje en la Edad del Hierro. Entro en los círculos con esa mezcla de inquietud y respeto que me producen estos lugares. Algún animal de dos o cuatro patas ha estado hozando el terreno en fecha reciente.

Sigo por la pista. Sigo escuchando tiros. Hoy no veo ningún montañero, pese a ser sábado. Los cazadores están a lo suyo. Yo también estoy a lo mío. Veo a uno que habla por una walkitalki. El azul celeste está completamente desvaído por una alta y fina capa de nubes. Aunque sopla un aire del suroeste hace fresco, sobre todo en las zonas más expuestas. El aire se deja oir cuando atraviesa los pinares. Dos ciclistas surgen en dirección contraria, nos saludamos. Al fin llego al Azketa. Miro en el buzón. Hay una nota escrita a bolígrafo en la que un montañero informa que, en efecto, ha llegado hasta aquí, a principios del presente octubre. Dice también que participa en el concurso de las “cien cumbres”. Como no hay dirección alguna donde enviarlo dejo el papelito en su recipiente.

 Uno de los cromlech en Etzala

Otra zona de cromlech 

Después de tanta pista advierto que el camino sigue por una senda muy agradable, que desciende suavemente, y no me resisto a seguirla. Como voy a regresar por donde he venido no quiero bajar demasiado. Cuando la pendiente se hace importante me detengo. Hasta aquí hemos llegado. Frente a mí las cumbres del Onddo y del Adarra, por donde anduve hace varias semanas. En esta última, tan estrecha como popular, se ve una aglomeración de visitantes. Donde estoy yo no hay nadie. Hasta los cazadores se han ido. Hay una yerba muy mullida, un poco de sol y buenas vistas, tres buenas razones para abrir la mochila y dar cuenta del almuerzo. Aún atisbo con los prismáticos el vuelo elegante de un buitre.

Cuando termino me dejo caer hacia atrás, o sea, me tumbo. Pasan aviones con su estela de humo y ruido. Arriba hay tanto tráfico de aviones como abajo de todoterrenos. En fin, el progreso. También vuelan unos escarabajos negros muy redondos e inquietos. Hasta el momento la ruta de hoy no me entusiasma. No soy nada aficionado a los tiros y el paisaje lo encuentro bello, pero muy machacado: demasiadas pistas, demasiado pino insignis.

Hora de regresar. Vuelvo a la cumbre y, a partir de ahí, todo es descenso. No repito el camino sino que cojo una pista más elevada. En el cruce con la pista que baja a Goizueta atisbo varios cromlech, hasta media docena, de diferentes tamaños. Es una encrucijada en un collado, con excelentes vistas sobre la montaña. No hay duda de que para las gentes que habitaban estas montañas hace tres mil años este era un lugar importante.
Arano, bien asentado en la ladera soleada

Llego al pueblo sobre las cuatro de la tarde. Unos niños juegan en el frontón. Recojo agua de una fuente y visito la iglesia de San Martín que está abierta. Es una construcción del siglo XVI sobre otra anterior que debió desaparecer en las guerras del XV entre Navarra y Castilla. Tiene dos torres campanario, un coro y dos retablos barrocos.

Desde el coche, poco antes del cruce con la carretera que conduce a Hernani, veo el embalse del Añarbe, que abastece a la ciudad de San Sebastián y que tiene un corto paseo que queda para otra ocasión.







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