domingo, 2 de septiembre de 2018

Una visita a la última fundación de Teresa de Jesús


El convento burgalés de San José y Santa Ana
Creo que empecé a interesarme por la vida y la obra de Teresa de Jesús tras la lectura de dos de sus libros: el de su vida y el de las fundaciones. Puedo decir que me “enamoré” de ella gracias a su prosa.

Así que nada extraño que, alertado por una nota del periódico local, me presentara a las 11 de la mañana en la puerta del convento de las carmelitas descalzas de Burgos, para aprovechar las visitas guiadas a una exposición que las monjas han abierto en su residencia.

La de Burgos, que tuvo lugar en 1582, fue su última fundación. De Burgos salió, ya enferma, para ir a morir, pocos meses después, a Alba de Tormes.

En el último capítulo del Libro de las Fundaciones, Teresa relata la ayuda que recibió para esta fundación de una “santa viuda”, Catalina de Tolosa, natural de Vizcaya y viuda de un rico comerciante burgalés, Sebastián Muncharaz.

Esta mujer, que le ayudó en todo momento y se ocupó de dotar de una renta al convento (evitando así que lo fuera de pobreza, lo que estaba mal visto en la época). Doña Catalina tenía dos hijas monjas en Valladolid y otras dos en Palencia. Las cuatro en el Carmelo reformado.

Teresa, ya muy achacosa y temerosa del frío burgalés, se resistía a venir, pero, en sus diálogos con "el Señor", este poco menos que le conminó a hacerlo. Vino acompañada por su amado padre Gracián, provincial de la Orden, y de ocho monjas. El viaje en carreta fue muy duro, debido a que los caminos estaban anegados por el agua. En estas condiciones Teresa agradeció mucho la compañía de Gracián y su “condición apacible, que no parece se le pega trabajo de nada.”

Aunque traía el permiso del Ayuntamiento y la conformidad verbal del Arzobispo para fundar, al llegar a la ciudad surgieron muchos problemas, sobre todo porque “su Ilustrísima” y la burocracia inherente, pusieron muchas pegas. Tantas que Gracián se tuvo que volver y el proyecto estuvo a punto de irse a pique.

Pero Teresa tenía buena comunicación con “el Señor” y este le insistía en que siguiera adelante con la fundación. “Ten fuerte”, le dijo. Y ella, con esa tenacidad que le caracterizaba, así lo hizo.

Cuando consiguió la casa, estuvo muy satisfecha por la compra, “tanto por el precio como por las huertas, las vistas y el agua.” Pero al arzobispo (de quien Teresa no cita su nombre, cosa rara en la santa que siempre menciona a sus benefactores) aún se demora en concederle la licencia para fundar.


El convento de San José y Santa Ana está situado en la orilla izquierda del Arlanzón, en la entrada de la ciudad. El guía me recibe en la puerta de la iglesia. Sin demora iniciamos la visita. Soy el único visitante. Ya casi estoy acostumbrado a ser el único visitante en cuanto me salgo de los circuitos culturales al uso.

Mi guía es un hombre aún joven, corpulento, amable y de un hablar un tanto precipitado. Le pregunto si puedo hacer fotos. Me mira compungido y me dice que no. El hombre agradece que no le insista. Algunos visitantes, en especial extranjeros, me asegura, no entienden esta prohibición y protestan. Yo si lo entiendo. Todavía queda gente, como estas monjas, que valoran su intimidad. Pero es una pena. Lo que veo es muy fotogénico.

Atravesamos la iglesia y una capilla lateral en la que las monjas celebran los oficios cotidianos. Sin demora empieza las explicaciones. Abre un armario y aparecen los objetos más preciados que pertenecieron a la Madre: una zapatilla, un trozo de velo, dos cartas manuscritas y varios pequeños relicarios. Las cartas, por lo tardías, no deben ser de su puño y letra, sino de su monja amanuense.

Nos adentramos en un claustro de aire impoluto pero con las ventanas cerradas. A lo largo de los cuatro lados las monjas han dispuesto primorosamente sus objetos más preciados, en su mayor parte procedentes de donaciones a lo largo de los siglos y, en otros, de trabajos artesanales realizados por ellas mismas.

Veo una sucesión de relicarios, vajillas, grabados, lienzos, tallas de todo tipo, figuritas, belenes, piezas de orfebrería, objetos de culto, etcétera. No hay duda de que tienen un gran valor sentimental.

Hacia la mitad del recorrido el guía me invita a asomarme a una habitación que ha sido reconstruida a semejanza de la que ocupó la santa durante su estancia de pocos meses en esta casa. La pieza es tal y como cabe imaginar, una celda de clausura con una cama, un armario, un calefactor y poco más.

Nos desviamos unos metros del claustro y accedemos a una puerta. Tras ella aparece un jardincillo que es un primor. En torno a él se ven las ventanas de las habitaciones conventuales. En un lateral hay un pozo. Arboles y flores aquí y allá. Me hubiera gustado entrar en el jardín y permanecer un rato, sentirlo, pero ello no es posible.

De nuevo en el claustro el guía continúa señalando objetos. Debajo de cada uno de ellos hay un cartelito donde está escrito lo que el guía expresa. Me da tiempo a atisbar a mano izquierda un pequeño patio ocupado por flores en tiestos. Le llaman el patio andaluz. Es otra preciosidad.

Ya a punto de concluir el guía me señala la campana que se utilizaba para mandar avisos a las monjas, mediante un código, cuando se requería su presencia. En la actualidad ya no se utiliza.

En la comunidad residen nueve monjas. Puedo ver fugazmente a una de ellas, que ha aparecido en el pasillo con una silla de ruedas. El guía se apresura a ayudarle para desplazarla. No veo su rostro. Su hábito es de color marrón con un velo negro.

Antes de salir contemplo la iglesia, donde hay algunos paneles explicativos de la vida en clausura. La iglesia, de una sola nave, es del siglo XVII. Fue diseñada por el arquitecto Francisco de Mora que en aquellos años se encontraba en la vecina Lerma trabajando en la colegiata y el palacio ducal.