El convento burgalés de San José y Santa Ana
Creo que empecé a interesarme por la
vida y la obra de Teresa de Jesús tras la lectura de dos de sus libros: el de
su vida y el de las fundaciones. Puedo decir que me “enamoré” de ella gracias a
su prosa.
Así que nada extraño que, alertado
por una nota del periódico local, me presentara a las 11 de la mañana en la
puerta del convento de las carmelitas descalzas de Burgos, para aprovechar las
visitas guiadas a una exposición que las monjas han abierto en su residencia.
La de Burgos, que tuvo lugar en
1582, fue su última fundación. De Burgos salió, ya enferma, para
ir a morir, pocos meses después, a Alba de Tormes.
En el último capítulo del Libro de
las Fundaciones, Teresa relata la ayuda que recibió para esta fundación de una “santa
viuda”, Catalina de Tolosa, natural de Vizcaya y viuda de un rico comerciante
burgalés, Sebastián Muncharaz.
Esta mujer, que le ayudó en todo
momento y se ocupó de dotar de una renta al convento (evitando así que lo fuera
de pobreza, lo que estaba mal visto en la época). Doña Catalina tenía dos hijas
monjas en Valladolid y otras dos en Palencia. Las cuatro en el Carmelo
reformado.
Teresa, ya muy achacosa y temerosa
del frío burgalés, se resistía a venir, pero, en sus diálogos con "el Señor",
este poco menos que le conminó a hacerlo. Vino acompañada por su amado padre
Gracián, provincial de la Orden, y de ocho monjas. El viaje en carreta fue muy
duro, debido a que los caminos estaban anegados por el agua. En estas
condiciones Teresa agradeció mucho la compañía de Gracián y su “condición
apacible, que no parece se le pega trabajo de nada.”
Aunque traía el permiso del
Ayuntamiento y la conformidad verbal del Arzobispo para fundar, al llegar a la
ciudad surgieron muchos problemas, sobre todo porque “su Ilustrísima” y la
burocracia inherente, pusieron muchas pegas. Tantas que Gracián se tuvo que
volver y el proyecto estuvo a punto de irse a pique.
Pero Teresa tenía buena comunicación
con “el Señor” y este le insistía en que siguiera adelante con la fundación. “Ten
fuerte”, le dijo. Y ella, con esa tenacidad que le caracterizaba, así lo hizo.
Cuando consiguió la casa, estuvo muy
satisfecha por la compra, “tanto por el precio como por las huertas, las vistas
y el agua.” Pero al arzobispo (de quien Teresa no cita su nombre, cosa rara en
la santa que siempre menciona a sus benefactores) aún se demora en concederle
la licencia para fundar.
El convento de San José y Santa Ana está situado en la orilla izquierda del Arlanzón, en la entrada de la ciudad. El guía me recibe en la puerta de la iglesia. Sin demora iniciamos la visita. Soy el único visitante. Ya casi estoy acostumbrado a ser el único visitante en cuanto me salgo de los circuitos culturales al uso.
Mi guía es un hombre aún joven,
corpulento, amable y de un hablar un tanto precipitado. Le pregunto si puedo
hacer fotos. Me mira compungido y me dice que no. El hombre agradece que no le
insista. Algunos visitantes, en especial extranjeros, me asegura, no entienden esta
prohibición y protestan. Yo si lo entiendo. Todavía queda gente, como estas
monjas, que valoran su intimidad. Pero es una pena. Lo que veo es muy
fotogénico.
Atravesamos la iglesia y una capilla
lateral en la que las monjas celebran los oficios cotidianos. Sin demora
empieza las explicaciones. Abre un armario y aparecen los objetos más preciados
que pertenecieron a la Madre: una zapatilla, un trozo de velo, dos cartas
manuscritas y varios pequeños relicarios. Las cartas, por lo tardías, no deben
ser de su puño y letra, sino de su monja amanuense.
Nos adentramos en un claustro de
aire impoluto pero con las ventanas cerradas. A lo largo de los cuatro lados
las monjas han dispuesto primorosamente sus objetos más preciados, en su mayor
parte procedentes de donaciones a lo largo de los siglos y, en otros, de
trabajos artesanales realizados por ellas mismas.
Veo una sucesión de relicarios,
vajillas, grabados, lienzos, tallas de todo tipo, figuritas, belenes, piezas de
orfebrería, objetos de culto, etcétera. No hay duda de que tienen un gran valor
sentimental.
Hacia la mitad del recorrido el guía
me invita a asomarme a una habitación que ha sido reconstruida a semejanza de
la que ocupó la santa durante su estancia de pocos meses en esta casa. La pieza
es tal y como cabe imaginar, una celda de clausura con una cama, un armario, un
calefactor y poco más.
Nos desviamos unos metros del
claustro y accedemos a una puerta. Tras ella aparece un jardincillo que es un
primor. En torno a él se ven las ventanas de las habitaciones conventuales. En
un lateral hay un pozo. Arboles y flores aquí y allá. Me hubiera gustado entrar
en el jardín y permanecer un rato, sentirlo, pero ello no es posible.
De nuevo en el claustro el guía
continúa señalando objetos. Debajo de cada uno de ellos hay un cartelito donde
está escrito lo que el guía expresa. Me da tiempo a atisbar a mano izquierda un
pequeño patio ocupado por flores en tiestos. Le llaman el patio andaluz. Es otra
preciosidad.
Ya a punto de concluir el guía me
señala la campana que se utilizaba para mandar avisos a las monjas, mediante un
código, cuando se requería su presencia. En la actualidad ya no se utiliza.
En la comunidad residen nueve
monjas. Puedo ver fugazmente a una de ellas, que ha aparecido en el pasillo con
una silla de ruedas. El guía se apresura a ayudarle para desplazarla. No veo su
rostro. Su hábito es de color marrón con un velo negro.
Antes de salir contemplo la iglesia,
donde hay algunos paneles explicativos de la vida en clausura. La iglesia, de
una sola nave, es del siglo XVII. Fue diseñada por el arquitecto Francisco de
Mora que en aquellos años se encontraba en la vecina Lerma trabajando en la
colegiata y el palacio ducal.