lunes, 22 de marzo de 2021

Notas bordelesas, 1

El puente de Piedra


1. Cuando llegamos al centro de la ciudad, en las calles céntricas --muy concurridas al mediodía--, observo que todos llevan la mascarilla quirúrgica, la más económica, la que está subvencionada por el Estado. Nadie, salvo nosotros lleva la conocida como “morro pato”, bastante más cara, pero --según nos han convencido por aquí--, mucho más segura.
Algo no me cuadra. No creo que los franceses jueguen con estas cosas. Llego a la conclusión de que en Francia no ha habido campañita en los medios para desprestigiar la mascarilla barata e inducirles a comprar la más cara. Me pregunto qué intereses espurios hay detrás de esto y quién se habrá lucrado a costa de ello. Nunca lo sabremos. Aquí estamos a cosas de mayor trascendencia. La economía y la salud de los ciudadanos nos vienen un poco grandes al lado de los intereses de la nueva casta política.


El río Garona desde la orilla izquierda


2. Cuando pasas horas en la calle, orinar se ha convertido en un problema en estos tiempos de pandemia. Los bares y sus correspondientes servicios están cerrados al público y las cabinas repartidas por la ciudad están cerradas en muchos casos o impracticables por falta de limpieza en otros.
Recién llegados, tras casi tres horas de viaje, y sin servicios en el tren, la gente se abalanza hacia los servicios de la estación. Hay cola y son de pago: 0.90 euros. Hay una maquinita de pago y un torniquete. En las horas punta, una empleada uniformada se ocupa de dirigir el tráfico.
Cuando las ganas aprietan se paga lo que haga falta, pero este tipo de cosas tienen un nombre: usura.


La plaza Gambetta al mediodía


3. Los restaurantes están cerrados. Hay que arreglarse a la hora de la sagrada comida, entre el mediodía y la una. En el centro peatonal, quien más quien menos, se hace un apaño. Paninis, burguers, kebavs, ensaladas, pastas… Se forman colas en los establecimientos del ramo, se llenan los supermercados. Los tupers de plástico con ensaladas y salsas vuelan de las estanterías. Los más apresurados las ingieren sobre la marcha, mientras caminan. Otros, los más, se sientan en cualquier lugar que permita el descanso de la anatomía. De preferencia en los muretes de piedra que jalonan calles y plazas. Y, si ha salido el sol, se llevan el picnic a la zona verde más próxima. No importan las aglomeraciones, cada uno se ocupa de su manjar y tampoco hay costumbre de hablar a gritos.


4. Los coches escasean en el gran centro urbano. La ciudad ha sido diseñada para disuadirlos de que circulen. En su lugar funciona un flamante tranvía con tres o cuatro líneas. Y también las bicis. Las hay a millares, lo que no siempre es ni cómodo ni seguro, pues se cumple la ley inexorable del fuerte y el débil. Las bicis circulan sin contemplaciones por las calle, entre los peatones, en compañía de la segunda plaga, la de los patinetes eléctricos. Uno tiene que acostumbrarse a que le sobresalten y le pasen rozando unos y otras. El asunto llega a tal extremo que en las aceras más anchas y en las calle peatonales hay marcas en el suelo y, hasta cierto punto, se respeta la norma de circular por la derecha. Pero sólo hasta cierto punto.


5. Para pagar todo son facilidades. En la propia estación hay un despacho de billetes para el tranvía. Ya casi nadie paga el efectivo. La empleada me mira extrañada y con alguna aprehensión cuando saco dinero en metálico.




6. Cuando doy con la librería Mollat me entretengo un rato con uno de los escaparates. Está dedicado al poeta Baudelaire. La mayor parte de su obra está desplegada ante mis ojos en pequeños volúmenes de bolsillo y a precios asequibles. En un lateral, un panel alargado se reproduce su famoso poema Invitación al viaje:
“Allí, donde todo es orden y belleza
Lujo, calma y voluptuosidad.”
No puedo esperar un segundo más y me introduzco en este templo de los libros. Al principio estoy desconcertado. Hace más de una década que no venía por aquí. Pero enseguida me voy situando, gracias a un orden y una organización extraordinarias. Todo está debidamente clasificado y señalizado.
Al cabo de una hora, ya he localizado dos o tres ejemplares que me interesan, pero estoy un poco anonadado por la gente, por la sobreabundancia y por la mascarilla. Aún aguanto otra media hora antes de dirigirme a la caja y, aún en ella, descubro la sección de biografías, a la que dedico el último vistazo.
La industria editorial francesa no le hace asco alguno al libro de bolsillo, el llamado pôche. Ediciones baratas, manejables, legibles, sin lujos pero muy cuidadas en cuanto a los textos. Y, junto a ellos, los libros exquisitos, ilustrados, editados con todo tipo de delicadezas.
La Mollat es inagotable, pero uno ya tiene que racionarse así que mejor salir a tomar el aire, fresquito ya al atardecer. Apenas queda media hora para que entre en vigor el couvre-feu o toque de queda, dos horas antes de que llegue la noche. Me siento en un pretil, frente a un joven músico que canta en inglés con mucha convicción y un tono muy dylaniano. Mientras descanso y veo pasar a la gente. Espero a que termine la canción para levantarme. No en vano es uno de mis temas favoritos: el Sweet Jane de Lou Reed.



El Gran Teatro, lugar de encuentro


7. Es una de las principales ciudades universitarias de Francia y hay muchos jóvenes. Se aglomeran por zonas, junto a sus respectivos lugares de estudio. A la mayoría no parece preocuparle demasiado la pandemia. Van sin mascarillas, no respetan distancia de seguridad alguna; al contrario, parecen tener un gran interés en empujarse, tocarse, contactar. No veo que pueda hacerse gran cosa al respecto, salvo acelerar las vacunaciones. Ellos, como jóvenes, no ven el peligro y la posibilidad de contagiar a los mayores parece algo que se les escapa.

Aquí está la dulce Jane, versionada por los Cowboy Junkies

O esta otra versión de Miley Cyrus