viernes, 29 de febrero de 2008

YAZMINA REZA, EL AMOR A LOS HIJOS

Después de dos horas sumergido en diversos volúmenes relacionados con los vascos y el mar, para un gran reportaje al que me he comprometido, me tomo un descanso en la biblioteca de San Sebastián, es decir, continúo hojeando libros pero dejando la historia a un lado.

Tanteando aquí y allá cae en mis manos una obrita de Yazmina Reza titulada Ninguna parte. Apenas cincuenta páginas en pequeño formato editada por Seix Barral el año pasado.

Sin ser aficionado al teatro –debe hacer unos treinta años que no pongo el pie en uno- leo muy de vez en cuando alguna obra (sobre todo de Bernhard y de Valle-Inclán). El caso es que no he leído ninguna de las piezas teatrales de esta mujer, ni siquiera su famosa Arte, pero sí conozco sus relatos. Y me fascinan.

Digo relatos pero ni siquiera llegan a eso. Son más bien escenas o viñetas casi siempre autobiográficas. Cojo el librito, me dirijo a una de las salas de lectura y lo devoro en apenas una hora.

Tiene dos partes. En la primera las escenas se refieren a la infancia de sus hijos. En la segunda a su propia infancia. Hay un juego de contrastes muy interesante. El libro se abre con escenas muy leves y muy tiernas en las que la madre contempla a su niño camino del colegio y las emociones que ello le suscita: el miedo latente, miedo a cualquier cosa que pueda pasar, incluso miedo al crecimiento. Me estremece, tal vez porque yo también tengo hijos pequeños y también sufro ese miedo.

Yazmina Reza practica una escritura etérea, muy elíptica, que sobrevuela la realidad y que pide, de inmediato, una relectura. La primera lectura de sus textos siempre deja la sensación de no haber comprendido adecuadamente. El caso es que esta segunda o tercera lectura resulta aún más placentera que la anterior. Tiene el don de la sugerencia.

Reza plantea en el texto una cuestión muy interesante sobre la autoría. Dice así: “Yo siempre he escrito como alguien que pertenece a otro, como esa persona que sabe que es mirada. He alegrado lo sombrío y lo he vuelto amable. ¿Se puede escribir como alguien que no supiera que es mirado?”

Yo no me atrevo a contestar a esta prgunta. Supongo que no, no es posible. Al menos desde el momento en que el texto se publica.

En la literatura de hoy el tema de los hijos apenas goza de prestigio. Los autores hablan mucho de sus padres, de sus infancias, pero son muy pocos los que se refieren a los propios hijos y a las emociones que estos suscitan. Es más, hay una tendencia literaria (Fernando Vallejo y otros) que desprecia la procreación, como si los humanos fuéramos algo más que humanos. Está mal visto hablar de los hijos y son muchos los autores que no los tienen. Luego, eso sí, dicen eso tan bonito de que “mis libros son como mis hijos”.

Es una limitación asombrosa pues el amor a los hijos es una de las formas más sublimes del amor. Todo muy significativo de los tiempos que corren.
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Leeré, probablemente, el libro de Yazmina Reza sobre Sarkosy titulado El alba la tarde o la noche. Por los fragmentos que conozco su técnica y estilo me resultan muy atractivos.

En lo que a Sarkosy se refiere tengo poco interés. Su figura se me cayó a los pocos días de ser elegido presidente de la República cuando observé que en todas las fotos aparecía hablando por el movil o jugueteando con él. ¿El presidente de la República no tiene a nadie que se ocupe de sus llamadas?, me preguntaba. ¿De quién espera una llamada tan importante que no puede delegar ni siquiera en una cumbre internacional? La repuesta no se hizo esperar.
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jueves, 28 de febrero de 2008

miércoles, 27 de febrero de 2008

Rectifico sobre Beauvoir

Debo rectificar aquí mi afirmación de que en el libro La ceremonia de los adioses, Simone de Beauvoir se tomó un desquite respecto a Sartre. Fue una impresión errónea producto de una lectura sesgada. Bien al contrario. La fidelidad afectiva e intelectual del Castor respecto a Sartre queda patente en esta obra en la que se recogen los últimos diez años de la vida del filósofo.

Es cierto que ella se muestra meticulosa a la hora de describir los diversos y frecuentes achaques que sufre la salud de Sastre debido a su enfermedad vascular, pero no lo hace por venganza o resentimiento sino llevada por su afán de dejar un testimonio de primera mano sobre la más destacada figura intelectual de aquel periodo histórico. Ella es, ante todo, una escritora y una intelectual. Y ella siempre estuvo allí, junto a Sartre, hasta el último momento. El hecho de que cada uno tuviera su propio domicilio y de que acostumbraran a pasar algunos periodos vacacionales alejados no significa, en absoluto, que hubiera entre ellos distanciamiento alguno.

Por el contrario, el afecto que se profesan -pese a que ni sus vidas ni sus respectivas relaciones son convencionales- resulta conmovedor. También lo es la entrega y preocupación, muchas veces maternal, que ella le dedica a su compañero.

El libro tiene momentos casi divertidos. Por ejemplo, tras hacerle un encefalograma se constata que no hay anomalía en el cerebro del enfermo. “Sin embargo, a veces se le escapaban palabras extrañas. Una mañana, al darle la medicina, me dijo:

-Es usted una buena esposa.”

Ella se queda estupefacta: él se ha saltado un tabú -la palabra esposa- con toda ligereza. Hay algo ingénuo en esta actitud que me produce mucha simpatía por el Castor.

En 1973 él pierde la vista. No puede leer ni escribir. Casi no puede trabajar. “Mirándome ansioso y casi avergonzado dijo:

-¿No recobraré nunca la vista?

-Temo que no -le respondí.

Fue tan desgarrador que estuve llorando toda la noche.”

Son varias las declaraciones afectivas que Simone le dedica a lo largo del texto:

En una de sus mejorías, a los 70 años: “Me sentí prendada de la juventud de Sastre, que nuevamente volvía a estar delgado y ágil.”

“Sastre era demasiado orgulloso para sentir vanidad.”

Dos antes de su muerte, relata: “Había muchas mujeres a su alrededor: sus antiguas amigas, las recién llegadas. Me decía en un tono gozoso:

-¡Nunca había estado tan rodeado de mujeres!

No parecía desdichado.”

Al entierro de Sastre asisten 50.000 personas. Ella está destrozada, cae enferma y debe ser hospitalizada durante dos semanas. El libro termina con estas palabras, tan bellas como tristes:

“Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo.”

En otro lugar ella había escrito: “Entre dos indivíduos, la armonía no es algo dado: debe conquistarse contínuamente.”

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Del material que ha pasado por mis manos sobre este tema destacaría la obra Sartre y Beauvoir. La historia de una pareja, de Hazel Rowley (Ed. Lumen, 2006) donde se analiza la relación con una interesante mezcla de rigor y amenidad, muy anglosajana, y bien lejos de las habituales adhesiones o rechazos ideológicos que esta pareja suscita en cuanto se le nombra. Espero referirme a ella más adelante, cuando concluya su lectura.

Estos días he tropezado también con este artículo de Philippe Sollers (cuánto tiempo sin leer a este hombre, alguno de cuyos libros me fascinaron en su momento), en el que reseña el libro de Beauvoir Anne, o cuando prevalece lo espiritual, y también, más abajo en el enlace, el fragmento titulado (Re) lire Beauvoir, en el que la califica como una extraordianria escritora de cartas y recuerda los cariñosos calificativos que usaba en su correspondencia con Sartre.

En este texto me ha llamado al atención las consideraciones que hace sobre lo desagradable de la voz de Beauvoir, que contrastan con testimonios de su juventud que hablan de su bella voz grave.

También este artículo de Ana Nuño.
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lunes, 25 de febrero de 2008

MARCEL VAN EEDEN, LA FUERZA DEL ESTILO



Tras visitar, en el CAB de Burgos, la exposición del artista holandés Marcel van Eeden, descubro ahora su blog.



Un dibujo cada día. Los hay a cientos. Un diario de viajes y un libro de notas pictóricas.



Trenes, rótulos, calles, edificios, calaveras, sombras… Un mundo propio.



Pero, sobre todo, un impresionante ejercicio de estilo.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Agradable mañana de paseos y videos

El Centro de Arte Caja de Burgos (CAB), que procuro visitar siempre que me acerco por esta ciudad, me está proporcionando muchos ratos placenteros. Voy a tener que revisar mi escepticismo respecto a estos lugares. ¿Hay alguna capital de provincia española que no tenga ya su centro de arte contemporáneo? Los artistas están de enhorabuena. El público no sé, pero al menos las instituciones políticas y las entidades bancarias están de lo más interesadas. Así da gusto…

Son las diez de la mañana de un domingo fresquito y deliciosamente azulado. Apenas hay gente por la calle. Antes de llegar al CAB, que está enclavado detrás de la catedral y a medio camino en dirección al castillo –lo que equivale a trepar por una cuesta bastante fatigosa-, me he detenido en una librería del Espolón. He pasado media hora muy amena inspeccionado las estanterías y mostradores, con el único fin de curiosear y pasar el rato, pues desde el principio tenía decidido adquirir un libro que he visto en el escaparate: una antología de los Diarios (1892-1917) de Léon Bloy, el viejo cascarrabias, en una edición a cargo de Cristobal Serra.

Ya he dado cuenta de las 40 primeras páginas y, a partir de ahora, lo tengo claro: un ratito cada día para disfrutar lentamente y que el regocijo se prolongue una emporada. Además, tampoco se puede leer deprisa porque una perfecta comprensión del texto requiere consultar con frecuencia un apasionante índice onomástico, que no se limita a nombres y fechas sino que incluye una reducida biografía de cada personajes. Hay que reconocer que la editorial Acantilado está haciendo bien las cosas. ¡Ya podía cundir el ejemplo!

En la plaza de la catedral, a la que me he acercado para investigar sobre un Centro de Interpretación de la Catedral que acaban de inaugurar, según he leído en un periódico local, me encuentro con una concentración de coches antiguos. Está claro que los domingos por la mañana uno se puede encontrar con cualquier cosa. Hay dos o tres ejemplares lustrosos y peliculeros –hasta para mí que no tengo excesiva afición por los vehículos de motor- y un amplio muestrario de seiscientos y de doscaballos.

Como el CAB no abre hasta las 11 dedico los cinco minutos que faltan a merodear por los alrededores hasta que me doy de bruces con una gran puerta mudejar –el arco de San Esteban- y un lienzo de la antigua muralla, totalmente desconocidos para mí. Tomo nota mentalmente para darme una vuelta por esta zona en mi próxima visita a la ciudad.

En el CAB, como es habitual, primero me tomo un café de máquina mientras repaso alguna de las revistas de arte disponibles. A continuación me sumerjo en las tres salas oscuras donde se proyectan los vídeos de Hiraki Sawa. En la primera sala se proyectan seis videos simultáneamente. Hasta para el espectador más avezado resulta excesivo, así que me reparto el trabajo. Primero tres y luego los tres restantes. Ocupo uno de los cojines blandos repartidos por la estancia. Luego repito la operación en las otras dos salas, pero ahora sólo toca una cinta en cada una.

Me han encantado los videos de Hiraki Sawa, pero desisto de intentar describirlos. A grandes rasgos puedo decir que son: nocturnos, acuáticos, morosos, sugestivamente enigmáticos, elegantes y fantasiosos. La música es envolvente y minimalista. Cómodamente arrellanado en uno de esos asientos desbordantes uno podría pasar mucho tiempo contemplando una y otra vez unas imágenes tan sugerentes.

El arte contemporáneo ha tomado, gracias a algunos llamados videoartistas, un camino de lo más interesante. ¿Quién iba a decir que uno terminaría repantingado por el suelo de una sala oscura de un centro de arte para contemplar estas pequeñas joyas de diez minutos de duración en formato de video? Así las cosas.

Me arranco de las salas oscuras -el tiempo vuela- y desciendo una planta hasta la obra pictórica del holandés Marcel Van Eeden. Se titula El Arqueólogo. Los viajes de Oswald Sollmann. Se trata de obras en blanco y negro, trabajadas con carboncillo, lápices y rotuladores. En un estilo narrativo y dramático, el conjunto forma una historia de carácter autobiográfico, un poco al estilo de los comics, que resulta muy amena e interesante.

lunes, 18 de febrero de 2008

Bibliómanos

Fin de semana en Burgos que aprovecho para visitar el Salón del Libro Antiguo. Una docena de puestos repartidos en el claustro del monasterio de San Juan, que es un claustro con calefacción. El público parece bastante interesado.

En el segundo puesto un hombre de mediana edad, vestido con un chándal, está dispuesto a pagar ciento veinte euros por una edición del Quijote, en octava. “¿El precio es fijo?”, le pregunta al vendedor. Y luego este eufemismo: “¿No podría quitarle algunas páginas?”. El vendedor dice que ya le ha quitado algunas pero que, bueno, le quitará alguna más. Al final no me entero de cuántas le ha quitado, pero deben ser muy pocas. El comprador, según dice, ya le tenía echado el ojo a la edición, al menos desde ayer.

Tras mi pregunta confiesa que colecciona Quijotes. “¿Y ahí cabe un Quijote?” indago ante el pequeño tamaño del libro. El hombre lo abre un poquito –para que no se despierte mi codicia- y me enseña el raquítico cuerpo del texto. Admirable, me digo. “Y aquí también cabe”, tercia el vendedor exhibiendo una edición con la mitad de las proporciones que la anterior. Y el hombre del chandal, cumplido su objetivo, se escabulle con su tesoro debajo del brazo camino de la puerta.

Al rato tengo a mi lado a un hombre delgado, con un elegante abrigo verde y un rostro que parece un retrato del Greco. El hombre, de mediana edad, ya ha adquirido dos ejemplares encuadernados en piel. El librero le da todo tipo de explicaciones eruditas y el bibliómano le escucha con gran atención. De vez en cuando coge un ejemplar y lo examina con rapidez. Tiene unas manos blancas de largos dedos anillados que manejan el volumen con gran delicadeza y precisión. El rostro del hombre refleja algo de ansiedad. Sin preguntar el precio, adquiere sobre la marcha un ejemplar sobre recetas de cocina que tiene delante. Se interesa también por una biblia en alemán. Finalmente saca una carterita de piel y abona el importe con unos billetes nuevos y planchados.

Más adelante un librero le enseña a una mujer una de las joyas de su negocio. Se trata de un gran libro, a todas luces artesanal, con tapas nacaradas y un cierre sofisticado. “Es un libro dedicado a una mujer”, nos informa el vendedor. En su interior hay cientos de fotografías coloreadas que tienen alrededor de un siglo y, pese a ello, se mantienen perfectamente conservadas. Desde mi puesto de observación atisbo que en las imágenes aparecen un caballero y una dama, ambos elegantes y posando para la posteridad. El librero informa que no hay dos fotos iguales aunque lo parezcan. Todo ello se completa con unas inscripciones manuscritas mediante una caligrafía tendida y dibujada a plumilla.

“¿Cómo se puede vender semejante maravilla?”, balbucea la mujer a la que el librero ha, literalmente, deslumbrado. “Ay, señora”, contesta el orgulloso anticuario, “si yo le contara…”

Me pregunto por las razones que mueven a los bibliómanos. Las razones estéticas son obvias pero estoy seguro de que hay algo más. Tiene que haber algún rasgo en común entre la gente que adquiere libros que probablemente no leerá nunca. Barrunto que la nostalgia del pasado no anda demasido lejos, que se trata de gente que se refugia en sus colecciones para aliviarse un poco de un presente que, por las razones que sean, ha dejado de interesarles.

Bueno, me digo una vez que alcanzo el exterior y respiro el aire vitalizante de la meseta castellana, como especulación no está mal. Y no se me ocurre otra cosa que meterme en la vecina iglesia de San Lesmes, aprovechando que está abierta y hay mucho tráfico en la entrada. Llego en pleno rezo del rosario. Y tengo la sensación de que continúo inmerso en el pasado.

viernes, 15 de febrero de 2008

Periódicos viejos para envolver

¡Qué tristeza! ¡Cuánta ramplonería! El primer tomo de la antología de la revista Destino se me cae de las manos. ¿Y qué otra cosa podría esperarse si el periodismo, como dicen tantos, es un reflejo de las sociedades que lo producen? ¿Qué otra cosa podría esperarse de la España entre 1937 y 1956?

Sólo el enunciado de los cuatro grandes capítulos en los que el antologista ha dividido el periodo lo ilustra todo: 1. La Guerra Civil. 2. La Segunda Guerra Mundial. 3. El asilamiento internacional de España (1946-1950) y 4. La apertura al exterior (1951-1956).

La revista ha nacido en Burgos, en plena guerra, de la mano de los falangistas catalanes, que se dirigen a los catalanes sublevados contra la República. Concluída la guerra la publicación se asienta en Barcelona donde prolongará su existencia a lo largo de 43 años.

Hasta el propio Azorín aparece un poco apagado. Entre toneladas de grisura sólo brillan algunos artículos de Josep Pla. El ampurdanés se manifiesta en ocasiones intrincado y merodeador. Quiere decir sin decir claramente, porque hablar claro está prohibido. Pero su genio es tal que siempre logra alguna transparencia.

Donde Pla dá su medida es en el trabajo periodístico, cuando deja el Ampurdan y se echa al mundo. El aire fresco se cuela en su prosa aguda y perfilada. Así la visita al escritor Simenon en su isla de Porquerolles y a Cela en Palma de Mallorca.

En un artículo de 1943 titulado Las librerías pueblerinas, Pla nos informa que en los pueblos es practicamente imposible encontrar tiendas donde se vendan libros viejos. La razón es bien simple: “La gente que tiene unas ciertas pretensiones siente un horror por los libros viejos. Las mujeres, sobre todo, dicen que llevan la tisis.”

Pese a ello, como el ampurdanés encuentra divertido husmear entre libros, conversa un día con un veterano librero. Este le informa de que vende gran cantidad de periódicos atrasados y Pla no puede menos que sorprenderse. Ya ha constatado que la venta de los periódicos del día es muy escasa pues la gente prefiere informarse a través de la radio.

El librero le asegura, además, que los periódicos viejos que mejor vende –al mismo precio que si fueran nuevos- son los de gran formato. Pla continúa muy interesado por esta cuestión y, al final, el librero le abre los ojos: los periódicos viejos se usan para paquetería, para envolver todo tipo de objetos. Los de pequeño formato, por el contrario, no sirven para nada.

jueves, 14 de febrero de 2008

EN LA ZURRIOLA







Estas fotos las tomé hace un par de días, con el teléfono movil, en la playa de La Zurriola de San Sebastián. Hacía un sol radiante y quise ver qué tal daban en imagen las duras sombras del edificio Kursal que se cernían sobre la arena al mediodía. Aunque distan mucho de reunir una calidad técnica mínima hay algo en ellas –un contraste, una distorsión de los colores, un juego de líneas- que no me disgusta. Es por ello que me doy el capricho de colgarlas aquí.
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San Sebastián
12.2.08

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miércoles, 13 de febrero de 2008

BASTERRETXEA Y LOS MILAGROS

Tras mi visita a la exposición de Nestor Basterretxea y Carmelo Ortiz de Elgea en el Kursal de San Sebastián me pongo a buscar en internet información sobre el primero. De sopetón caigo en esta entrevista. En ella el escultor se despacha a gusto contra Chillida sin que ello sea obstáculo para que también ventile su descarnada opinión sobre Oteiza.

A Chillida le llama “fascista”, palabra que, lamentablemente, ha perdido su significado político para convertirse en un vulgar insulto callejero. Dice otras cosas sabrosas en las que podrá deleitarse el lector curioso.

Indago y descubro que la susodicha entrevista es una traducción (y me parece que también resumen) de esta otra publicada, en euskera, en el diario Berria. Así pues estamos ante la traducción de una traducción, pues Basterretxea deja claro que él no sabe euskera.

Aunque este hecho le produce “dolor de tripas”, según dice, ello no ha sido obstáculo para que su conocida Serie Cosmogónica Vasca (1972-1975) –de la que pueden verse media docena de piezas en la exposición del Kubo- sean “imágenes del euskera”.

El propio Basterretxea lo cuenta así: “Pregunté a Oteiza, Barandiaran y Mitxelena que cuáles eran las imágenes del euskara. Y me dijeron que carecía de ellas. Y entonces fue cuando decidí crearlas yo mismo. Cogí los libros sobre mitología vasca de Barandiaran, y tomando como base lo escrito allí, hice todos los dibujos en hora y media.”

“Fue un milagro –concluye el artista- ¡Hice veinte imágenes…! Estoy muy orgulloso de esa saga. Son las imágenes del euskara: se pueden ver, se pueden tocar.”

En mi opinión la media docena de ellas instaladas en el Kursal son lo mejor de la muestra.

La entrevista figura en un blog que lleva un título elocuente: Pedradas. El post se completa con un comentario interesante. Un lector envía un texto extraído del libro Mèmories del pintor catalán Xavier Valls.

Me gusta y admiro la pintura de Valls desde que la descubrí, hace algunos años, en forma de libro, en las estanterías de una librería madrileña. Se trata de la obra Escuchando a Xavier Valls, de Miguel Fernández-Braso (Ed. Guadalimar). Me pasé el viaje de vuelta embebido en esta obra encantadora.

En el fragmento de Valls –que no brilla precisamente por su claridad expositiva- se vierten una serie de acusaciones contra Chillida y contra Palazuelo a cuenta de unos hechos acaecidos en el año 1949 en París.

Yo tenía la idea un poco franciscana de que entre los artistas plásticos no reinaba el ambiente envenenado, rencoroso y difamatorio que dicen preside el ámbito de las letras, pero estas pequeñas muestras, un poco deprimentes, me sacan de mi error.

En cualquier caso, al margen de esto y de aquello, hay algo que, al menos para mí, está claro: Chillida es mucho Chillida.

lunes, 11 de febrero de 2008

ELOGIO DE LO CRUDO


Jeff Larson, 1999


Leo en este blog, o tal vez en este otro, sobre restaurantes japoneses. Entonces caigo en que yo, a mi edad, no he pisado jamás un restaurante japonés. Tengo que proponerle a G que vayamos algún día. Ocurre que, a medida que envejezco, me resulta más antipático comer fuera de casa. He llegado a la conclusión, tal vez errónea, de que los únicos restaurantes que merecen la pena son los carísimos, es decir, los que no puedo permitirme. Y aunque pudiera, tengo, por suerte o por desgracia, esa mentalidad puritana y antimoderna de que es indecente gastar el dinero en restaurantes de lujo. Claro que aquí juego con ventaja, porque la cocina de G es excelente. En cualquier caso, debo reconocer que mi vida social es más bien pobre.

Barthes en El Imperio de los signos se ocupa del Japón tras un viaje a este país. Habla mucho de la comida japonesa. Dice Barthes, con ese lenguaje intrincado que a veces me encanta y otras me fastidia, que “lo Crudo es la divinidad tutelar de la comida japonesa: todo le está consagrado”.

La comida nipona –si no he entendido mal- es esencialmente visual. Todo en ella es ornamento. Sobre el plato esta comida es una colección de fragmentos. “Comer no es respetar un menú sino tornar, con un ligero toque de palillos, ya un color, ya otro, a merced de una especie de inspiración.” El comensal sería algo parecido a un pintor frente a su paleta.

Sobre comida me ha fascinado lo que dice E. Jünger en su deslumbrante Eumeswill, que leo estos días con cuentagotas, para que no se me acabe: cada día media hora antes de dormir. Manejo una edición del año 80, de Seix Barral, procedente de la biblioteca de mi padre. En la biblioteca pública no he encontrado esta obra magnífica.

Según Jünger “la fruta fresca regala una alegre serenidad solar. Ningún fuego las ha tocado, salvo el del sol. Al mismo tiempo, sacian la sed con sus jugos, en los que se ha ido filtrando y enriqueciendo el agua”.

Sobre los frutos secos (higos, almendras, nueces) indica que proporcionan fuerza muscular.

Pero antes, el muy longevo Jünger (murió a los 103 años) nos advierte en boca de su personaje el anarca: “Selecciono en la carta con moderación; sólo en el capítulo de frutas llego al despilfarro.”


sábado, 9 de febrero de 2008

EXPIACION

Soy un cinéfilo que apenas va al cine tres o cuatro veces al año. Y, además, debo conformarme con la lotería de la cartelera. Para satisfacer mi afición recurro a la grabación televisiva. La diferencia es la misma que entre los alimentos frescos y los congelados.

Esta película que acabo de ver, Expiación (Joe Wright, 2007), contiene dos películas: una admirable, la primera parte y otra que flojea, la segunda.

La primera mitad se desarrolla en una mansión en la campiña inglesa. Es una delicia cinematográfica cargada de elegancia, ritmo, buen gusto y sensibilidad. La segunda, aún conteniendo algunas de las virtudes de la primera, resulta desconcertante.

¿Cuál puede ser la razón de esto? Tal vez el director ha intentado seguir demasiado la novela original de Ian McEwan. Como no he leído la novela no puedo opinar, pero a la película se le nota demasiado el artificio.

Es el problema que plantea, tanto en el cine como en la literatura, el intentar meter una historia con calzador. La gente, el público, el mercado, quiere que le cuenten historias, con sus elementos tradicionales: planteamiento, nudo y desenlace.

Pero la vida es demasiado compleja para ceñirse a este esquema. Así que las obras chirrían, los guiones hacen agua, la emoción se escurre dejando al espectador/ lector sumido en el desconcierto. Y cuando uno ha terminado de consumir el producto se olvida.

Tal vez la calidad de una obra de arte deba medirse por el rastro que deja en nuestro espíritu. Expiación se ve con placer, con emoción y tiene varios momentos sublimes. No es poco. Los actores están muy bien, en especial los dos protagonistas, Keira Knightley y James Mcavoy. Pero uno se teme que su huella espiritual no va a ser demasido profunda.

Luego está el asunto de la mezquindad. Es posible que la mezquindad, tan presente en los orígenes y en el desarrolllo de esta historia, no sea un buen ingrediente de la ficción. Ya está demasiado presente en la vida cotidiana.

jueves, 7 de febrero de 2008

EL DESQUITE DE LA BEAUVOIR

A San Sebastián con la idea de recuperar en préstamo, de la biblioteca Koldo Mitxelena, el San Ignacio de Loyola de José de Arteche. La llevo por la mitad. Intento también localizar unas páginas de La ceremonia del adiós, de Simone de Beauvoir, que leí hace tiempo. Tratan sobre los últimos días de Sartre, ya muy deteriorado por la enfermedad vascular que acabó con él. Cuando leí el libro pensé: “Caramba, ciertamente, la Beauvoir se ha tomado su desquite”. Quería repescar estas páginas y hacer un post con ellas, ahora que se celebra el centenario del Castor. Pero el libro ya estaba prestado y habrá que esperar.

Curiosamente, hace unos días ví esta foto de la tumba de la famosa pareja. Ni siquiera sabía que fueron enterrados juntos. Después de leer la despedida literaria que le dedica ella hubiera jurado que no se llevaban bien en los últimos años. La imagen es de la fotógrafa Simone Sassen, que acaba de publicar un libro con textos de su marido, el escritor Cees Nooteboom. El título lo dice todo: Tumbas de poetas y pensadores.

En la misma estantería estaba la biografía demoledora que Carlos Semprún Maura le dedica al filósofo francés. A juzgar por los amenos y deslenguados artículos de Carlos Semprún, me hago una idea del tono que tendrá esta obra. Cuando un autor ha sido tan mitíficado como Sartre nada más natural ni higiénico que este tipo de trabajos. Lo dejo, si se tercia, para otra ocasión.

Me dá tiempo también a hojear una preciosa edición de Pablo Antoñana sobre la segunda guerra carlista. Las ilustraciones de la época =acuarelas y oleos, con algunas fotografías= son deliciosas.

Tanteando aquí y allá encuentro el libro que me llevaré a casa. No es el Arteche que tenía previsto. En cuanto lo he visto no he podido resistirme. Se trata de una antología de la revista Destino, con artículos de Pla, Cela, Delibes, Umbral, Perucho, Laforet, Matute, Gimferrer, Ruano, Torrente, Azorín, Luján, Vicens Vives … Un volumen doble, presentado en una caja recubierta con fotografías de prensa en blanco y negro: unas 1800 páginas. Por supuesto, lo leeré a saltos, como deben leerse este tipo de libros. Es una crónica de la historia de España desde 1937 a 1980. Probablemente me ceñiré al aspecto cultural, el que más me interesa en cuestiones históricas. La edición, del 2003, está inmaculada. Si no voy a ser el primer lector seré el segundo.
Verifico, una vez más, que soy un lector mucho más fiel a los autores que a las obras concretas. Dejo una por otra sin el menor reparo. Salvo que una obra me absorba por completo –y aún así- salto de un libro a otro. Practico el aforismo de Juan Ramón Jiménez: “No hay que leer todos los libros sino en todos ellos”.

Como la caja tiene un peso considerable la devuelvo a la estantería hasta la hora de tomar el tren de vuelta y me voy a dar un paseo.

Ha salido un sol delicioso. Me acerco hasta la Casa del Café y saco un capuchino de una máquina. Me lo bebo despacito sentado en un banco de una calle peatonal mientras veo pasar mujeres hermosas que parecen ir de tiendas y dejo que los rayos de sol me acaricien el rostro.

A continuación me dirijo hacia el Paseo Nuevo para contemplar la mejor panorámica del mar que ofrece esta ciudad. Pero antes me introduzco en la sala de exposiciones del Boulevard donde hay una exposición de fotografías de la naturaleza. Está bastante concurrida para lo habitual. A la gente le gustan los bichitos. Hay un grupo que sigue con atención las explicaciones de una guía sobre los gustos alimentarios de cierta especie de tiburones. Pero yo opto por salir corriendo a tomar el aire.

Acodado en el muro de contención, disfrutando de la inmensidad del paisaje, de la brisa marina, de las enérgicas olas saltando sobre la escollera. No resisto la tentación de dar una vuelta hasta el puerto, bordeando la base del Urgull. La embestida de las olas hace retumbar el suelo.

Qué pena no haber traído la cámara, me digo. Y al rato recuerdo que puedo usar la del movil. Así practico un poco con el artilugio. Lo cual que cada rato me paro a darle a las teclitas. Y disfruto, ciertamente.

martes, 5 de febrero de 2008

Me rindo



Comprendí que debía jubilarme cuando mis alumnos de 4º de la ESO me dijeron a las claras que ni entendían ni les gustaba la poesía de Antonio Machado.
Constantino Chao Mata (Betanzos. A Coruña)
El País. Cartas al director.
3.2.08
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lunes, 4 de febrero de 2008

Ocaso de invierno





Los anocheceres son ahora rápidos y aparentemente anodinos. Sin embargo, en pleno invierno, a la naturaleza –siempre imprevisible- le gusta a veces adornarse con colores tan cálidos como estos.







El aire del sur, una jornada de nubosidad caprichosa y unas claridades sobre el horizonte amenizadas por nubes finas y deshilachadas, han propiciado semejante intensidad.
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Hendaya
1.2.08
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viernes, 1 de febrero de 2008

Tiempo de mimosas



Las mimosas florecen cuando los días de invierno se alargan y pronostican, muchas veces sin fundamento alguno -al menos en este pedacito de la costa atlántica- la llegada de la primavera.



En Hendaya hay bastantes ejemplares, en su mayor parte jóvenes, por tratarse de una localidad en plena expansión urbanística y ser la mimosa árbol predilecto en las zonas ajardinadas.






Un poco más arriba en la costa vasco-francesa las hay a cientos y de grandes portes. Merece la pena internarse en las Landas por verlas estos días en todo su esplendor.



La luz demasiado brillante de esta mañana, con un sol que debía traspasar una capa de finas nubes, no era demasiado propicia. Pese a ello me he echado la cámara al bolsillo por fotografiar algunas mimosas durante el paseo.









En un ambiente en el que predominan los días de fondo gris es agradable contemplar estas grandes manchas amarillas.



Por el camino he pasado junto a esta higuera tan ramificada y desnuda. Sin embargo, casi todos sus frutos estaban intactos.



Un poco más allá me ha llamado la atención los frutos como cerezas grandes que se escondían en el interior de esta palmera arbustiva.
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Hendaya
1.2.08
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